No concibo que aún haya gente en Bosnia-Herzegovina que niegue el genocidio de Srebrenica. Es una versión moderna de Rashōmon , la película de Akira Kurosawa: serbios, bosníacos y croatas contando su versión de lo ocurrido según la narrativa de sus políticos, cuando los hechos confirmados hablan por sí solos”.
Así arranca Ado Hasanovic mientras conduce en dirección a Srebrenica. Atravesamos Romanija, una región montañosa al este de Sarajevo, antigua base de partisanos antifascistas y hoy fortín de retórica nacionalista serbia y parapetos mentales. Pasados unos kilómetros la carretera empieza a estrecharse. La memoria, más aún.
Ado no va al acto oficial del 11 de julio, ni, como yo, a unirse a la Mars Mira (Marcha de la Paz). Ado va al cine. A montar pantallas, probar sonido y preparar la segunda edición del festival de cine que dirige. “Una de las misiones del festival es ayudar a mirar y entender al otro”. Por el modo en que lo dice, no suena a consigna. Suena a necesidad.
Ado tenía seis años cuando se subió al convoy de evacuación de la ONU en abril de 1993. Diez años después, volvió a Glogova, su aldea natal, donde en mayo de 1992 se registró la primera masacre de civiles bosníacos en la región. Cuando cumplió 25 se mudó a Sarajevo para estudiar cinematografía. Y luego a Italia. Hoy representa una excepción sin la que no se puede entender Srebrenica: la de los que vuelven. O, al menos, la de los que no se han ido del todo. La mayoría hace lo contrario; cada año miles de jóvenes emigran en silencio. Srebrenica y Bosnia se vacían sin necesidad de bombas.
“No guardo rencor a los serbios; muchos también fueron víctimas de la guerra y del odio”, dice Ado
A Ado le fascina esta ruta que serpentea entre paisajes de postal y símbolos de advertencia: iglesias nuevas en medio de la nada, casas arrasadas que nadie repara y alguna que otra mirada desconfiada. “No guardo rencor a los serbios”, dice. “Muchos también fueron víctimas de la guerra y de la espiral de odio. Algunos nos odiaban y quisieron exterminarnos. Sin embargo, otros se jugaron el cuello por advertirnos”.
A las cinco y media de la tarde llegan los primeros caminantes a la aldea de Mravinjaci, última parada antes de Potocari. Me despido de Ado dos kilómetros antes del cruce, frente al campo de fútbol de Nova Kasaba, uno de los centros de ejecución en 1995. Los que llegan ahora caminan al revés de la historia. Recorren los casi cien kilómetros que una vez hicieron quienes huían de Srebrenica, pero en sentido contrario. Desde el 2005, miles de personas participan en la Mars Mira, acompañando el diálogo silencioso que aún persiste entre muertos y supervivientes.
A cien metros de la entrada del campamento, entre camiones cisternas y ambulancias, me cruzo con Salih Mulalic, uno de los responsables de la asociación de supervivientes del genocidio. Para él, el 11 de julio concentra todo: fue el día en que nació, murió y fue enterrado su único hermano. Perdió a su padre al día siguiente. “A principios de 1993 perdí a mi hijo de treinta días, murió de hambre. Nos mataron tan solo por tener otro apellido, otra religión. Eran nuestros vecinos. No puedo entenderlo. ¿Cómo olvidarlo? Creo que, si hubiera regresado con mis hijos a Srebrenica, me sentiría un mal padre. ¿Cómo perdonar o vivir con quien no se arrepiente ni reconoce lo que pasó?”.
Marcha de la Paz para recordar el genocidio de Srebrenica, a su paso por Nezuk, el pasado martes
Al día siguiente, a las siete y media de la mañana, empieza el último tramo. Al poco de comenzar me encuentro con Hamza, un niño de 12 años que avanza solo, huyendo del atasco humano del inicio de la marcha. Al pasar junto a una casa en la que unos lugareños toman el primer café de la mañana, Hamza me da dos lecciones, una sobre su identidad y otra sobre la vida en general: “Dobro jutro (buenos días)”, saludo tímidamente sin encontrar respuesta. “Se dice Salamelikom (la paz sea con vosotros)”, me corrige Hamza. “El Barça. Y Lamine Yamal. Son los mejores. Este año le ganaron siempre al Madrid”, me dice cuando le pregunto por su equipo de fútbol favorito. “Sí, pero el Madrid ha ganado cinco Copas de Europa en la última década”, le respondo. “Ya... pero eso fue antes. Lo que importa es el ahora”.
Ya por la tarde, hacemos una pausa en la aldea de Kamenica. Es uno de los muchos puntos de avituallamiento de la marcha, a solo tres kilómetros de la colina de Bukva. Nos sentamos a la sombra, en el jardín de Mirzad. Sirve dulces, sandía, refrescos y café bosnio. En el pecho lleva una fotografía: su padre, Ramiz Nukić, que pasó veinte años buscando huesos en los bosques cercanos. Conocía el terreno como nadie. Recuperó 320 cuerpos. De los 8.372, aún faltan alrededor de mil. Muchos ya no tienen a nadie que los busque. Y por desgracia, ya no quedan muchos como Ramiz.
A las siete de la mañana del 11 de julio, el centro de Srebrenica está desierto. Paro el primer coche que pasa por la calle Guber para evitar caminar los cinco kilómetros hasta Potocari. Le pregunto al hombre que conduce si va al memorial. Solo entonces veo unos papeles en cirílico sobre el asiento. “¿El memorial? ¿Qué es eso?”, responde con una sonrisa y una sospechosa ignorancia. Cambio la pregunta: “¿Vas a Bratunac?”. Ya es tarde. “No sé de qué me hablas”, dice antes de acelerar.
Un par de horas más tarde, una caravana kilométrica de vehículos colapsa la carretera, miles de personas intentan avanzar mientras los esquivan, dentro del memorial apenas queda una sombra libre y las tumbas ya están listas. La tierra húmeda de Potocari se abre de nuevo para engullir siete ataúdes verdes con los restos desmembrados por el horror de hace tres décadas e identificados durante el último año. “De los más de 8.000 bosniacos asesinados, aún quedan cerca de mil por encontrar”, me recuerda Emza Falzić, trabajadora del Instituto de Personas Desaparecidas.
Poco después, la multitud lo inunda todo y apenas se puede caminar dentro del recinto. Me uno al set de Media Centar IZ, un grupo mediático islámico con sede en Sarajevo. “¿De Barcelona? Buenos amigos”, comentan. Cuando me siento están debatiendo sobre el impacto de las recientes declaraciones de Emir Suljagić, aún director del Centro Memorial. No tanto por lo que dijo, ni por la vehemencia que le caracteriza, sino más bien por lo que eligió no decir. Como ya hizo hace dos semanas en Sarajevo, volvió a omitir toda mención a Gaza, mientras a su alrededor decenas de personas alzan banderas palestinas.
A las doce comienza la ceremonia. Las autoridades aguardan en fila para depositar flores ante la piedra inaugural del memorial. Un coro de niñas vestidas de blanco entona Srebrenica inferno , la canción que ya es parte del ritual. Después del rezo, los familiares se levantan. Portan los ataúdes verdes con una mezcla de solemnidad, dolor, agotamiento y algo que no siempre se ve, pero que –después de décadas, pruebas de ADN y fragmentos sueltos– puede intuirse: alivio y descanso.
Observo sus rostros y pienso en Ado. En cómo el cine le sirvió de terapia y le ayudó después de dos décadas a dormir con la luz apagada. “Aquí lo que faltaron fueron psicólogos y mucha empatía”, me aseguraba. La memoria, dicen algunos, debería ser un puente. Pero en Bosnia sigue siendo una trinchera. Los traumas, carreteras en espiral que devuelven siempre al mismo punto. Y la identidad, un campo minado que se negocia entre algoritmos y dosis de dopamina. Han pasado tres décadas y las heridas siguen sin cerrarse, se fosilizan, ya sea en las redes sociales, en los libros de texto, en las iglesias, en las mezquitas o en las placas conmemorativas.
