Este verano se parece al de 1998. Igual que entonces, la vida sexual del presidente de Estados Unidos cautiva a una sociedad atrapada en el morbo y la mentira, indiferente a las atrocidades en lejanos campos de batalla.
Recuerdo el verano de 1998. Yo entonces vivía en Washington, donde los veranos son húmedos y calurosos, y la ciudad, liberada de la actividad política, cae en un letargo vacacional. Aquel verano empezó como todos, lleno de indulgencias y recompensas por haber superado un invierno más.
La inocencia se imponía a la hipocresía, a la exageración y la especulación que acompañan al ejercicio del poder. Las tardes eran de béisbol, y las noches, de cine, viendo Titanic por enésima vez. Dormíamos con las ventanas abiertas, arropados por robles inmensos, a resguardo de cualquier peligro, ajenos a lo que ya venía.
Las mañanas, sin embargo, eran más inquietantes. Todo el mundo hablaba del pene del presidente. Cada detalle de su relación sexual con una becaria afloraba en un goteo matutino de información mórbida. La radio hablaba de sexo oral, los niños preguntaban en qué consistía y los padres no sabían cómo responder.
Mientras todo el mundo hablaba del pene del presidente, Al Qaeda destruyó dos embajadas
A principios de agosto, los terroristas de Al Qaeda volaron las embajadas de Estados Unidos en Nairobi y Dar es Salaam, y más de 200 muertos entraron en los hogares de unas familias atónitas, incapaces de asimilar que en la Casa Blanca la amenaza del yihadismo convivía con el placer de las felaciones.

Yazan Abu Ful tiene dos años y sobrevive en el campo de refugiados de Shati, en Gaza
Volvieron entonces las voces adultas y poderosas que habían callado por vacaciones. Heridas y airadas, vociferaban las señas de identidad de una nación supremacista y puritana que se creía invulnerable. Eran popes del conservadurismo, mojigatos que se comportaban como adolescentes en el asiento de atrás de un utilitario. Exclamaban que el mundo se venía abajo, que no había moral capaz de destilar tanta impureza. La gente les prestaba atención y aún hoy sigue haciéndolo. Sus mentiras y admoniciones han ganado tanta audiencia que las democracias se pliegan a sus paranoias.
El mundo era entonces tan violento y misterioso como siempre. Mujeres y niños morían a decenas, si no a cientos y miles, en las guerras civiles de Argelia, Kosovo y Congo. India y Pakistán ponían a punto sus arsenales atómicos. Irak también quería la bomba, pero EE.UU., que toleraba la pugna geoestratégica en Asia, no podía permitirla en Oriente Próximo.
Nada de esto quitaba el sueño a las clases medias europeas y americanas, que aún podían ahorrar y tener los hijos que quisieran. Habían heredado la paz y la libertad de unos padres que nunca admitieron los crímenes que cometieron para conseguirlas.
La inocencia que los norteamericanos habían perdido en Vietnam la recuperaron con el triunfo en la guerra fría.
Es verdad que el terrorismo había sustituido al comunismo como la principal amenaza para el Estado, pero aún faltaban tres años para los atentados del 11-S. El país seguía siendo invulnerable, como también lo era Europa. No había enemigos en el horizonte.
Los gobernantes asesinos siempre se preguntan cuánto mal han de causar para hacer el bien
Fue entonces cuando emergió el pene del presidente, un periscopio en manos de los chupacirios, que lo manipulaban como si fuera un arma política en lugar de un órgano masculino.
Las clases medias se engancharon a la comedia. Pasaban el rato comparando tamaños y actitudes, y se rieron hasta que la vergüenza les cortó la diversión y la tergiversación política dio paso al impeachment del presidente, acusado de no admitir lo que todo el mundo sabía.
Este verano no es tan diferente al de 1998. La actividad sexual del líder estadounidense vuelve a ser un asunto político y criminal, mientras la aniquilación a base de hambre y fuego de la población de Gaza, sobre todo de los niños y los jóvenes, ha sustituido a la de Argelia, Kosovo y Congo en las pantallas de la información, cristales donde hay fantasía y satisfacción en lugar de realidad y reflexión.
Es momento de preguntarnos qué hacemos atrapados en la mentira de la banalidad hiperbólica, y también qué les pasa ellos, a los millones de conservadores estadounidenses que no sienten compasión por los niños de Gaza, pero sí por los niños ficticios que ellos creen secuestrados por las elites progresistas que manipulan sus cuerpos para extraer un elixir.
¿En qué mundo vivimos que estamos tan locos? ¿Qué hay más allá de nosotros mismos que nos niega la cordura?
Israel comete atrocidades en Gaza y Cisjordania, como las cometió antes Estados Unidos en tantos y tantos lugares del mundo, pero no hay ni habrá culpa ni castigo para los vencedores.
Curtis LeMay, el general americano que dirigió el bombardeo que incendió Tokio y mató a 100.000 personas la noche del 9 al 10 de marzo de 1945, confesó que si hubiera perdido la guerra lo habrían juzgado por crímenes de guerra.
Los gobernantes y los comandantes de las democracias, conscientes de sus crímenes y de la inmoralidad de sus campañas, se preguntan cuánto mal deben causar para producir el bien. Saben que para debilitar al enemigo hay que incendiar sus ciudades, asesinar a sus hijos y mujeres, y mientras lo hacen, camuflados en la épica y la mentira, piden a Dios ayuda y perdón.
El mundo está en manos de personas como ellos y muchos, demasiados, entre nosotros renunciarían al descanso estival si les pidieran entrar a su servicio.
Es hora, por tanto, de desempolvar el viejo libro de poemas de Rudyard Kipling y releer bajo un pino frente al mar aquellos versos que fueron testimonio y premonición: “Si alguien pregunta por qué morimos / decidles que fue porque nuestros padres mintieron”.