“Juegos de manos, juegos de villanos”, acostumbraba a decir mi abuelo –poco aficionado a los números de magia– con cierta sorna. Innumerables son los juegos de manos que está haciendo Donald Trump desde que regresó a la Casa Blanca el pasado 20 de enero, pero probablemente uno de los más descarados haya sido hacerse pasar por el paladín de la clase trabajadora estadounidense, castigada por la deslocalización industrial y el declive económico. Que un multimillonario de Nueva York se presente como el portavoz de los intereses obreros parece, a priori, inverosímil. Pero el truco le funcionó, y le valió la presidencia en el 2016 y el 2024.
Al presidente de Estados Unidos le encanta fotografiarse rodeado de mineros y trabajadores del metal mientras aboga por un patriotismo económico en forma de aranceles. Pero lo cierto es que, al margen de su política proteccionista en busca de rebajar el déficit comercial y recuperar las industrias perdidas, sus intereses están en otro lado. Su política fiscal tiene en realidad como principales beneficiarios a los más ricos, cada vez más reacios a pagar impuestos. Los demás, que se apañen.
El proyecto de ley presupuestaria que bautizó pomposamente como Big Beautiful Bill , finalmente aprobado por el Congreso a principios del mes de julio, es efectivamente un bonito truco. ¡Nada por aquí, nada por allá! Sí, habrá deducciones fiscales para las propinas y algunas otras cosillas. Pero la ley consolida fundamentalmente las rebajas de impuestos aprobadas en el 2017 –próximas a caducar– que benefician sobre todo a las rentas más altas y a las empresas. Según cálculos del Yale Budget Law sobre la evolución de los ingresos medios anuales, el 20% de los contribuyentes más pobres perderá con la nueva ley 560 dólares per cápita, mientras que el 20% más rico ganará 6.055 dólares.
El menú se completa con fuertes recortes en programas sociales por valor de 1,1 billones de dólares, que afectarán a la asistencia sanitaria para familias de bajos ingresos (Medicaid) –se calcula que la medida aumentará el número de personas sin seguro médico en 11,8 millones de personas– y a los alimentos del Programa de Asistencia Nutricional Suplementaria. Todo lo cual no evitará, sin embargo, que engrose la deuda pública hasta en 3,3 billones de dólares en la próxima década.

Trump habla con dos obreros metalúrgicos en la planta Mon Valley Works-Irvin de la U.S. Steel
La magnitud del déficit a punto estuvo de hacer capotar la ley, que ha defraudado al ala más radical del partido republicano, favorable a más y más profundos recortes. Quien fuera el más próximo asesor de Trump al inicio de este segundo mandato, el empresario Elon Musk –el hombre más rico del mundo–, calificó el proyecto presupuestario de “abominación”. El propietario de Tesla y Space X integra un movimiento cada vez más extendido entre la derecha norteamericana favorable a reducir el Estado a la mínima expresión, suprimiendo su papel como garante de una cierta redistribución social. El propio Musk lo intentó a lo bruto en su breve periodo como responsable del Departamento de Eficiencia Gubernamental (DOGE), suprimiendo programas federales y despidiendo funcionarios a mansalva.
El magnate de Silicon Valley Peter Thiel, cofundador de PayPal, es el gran gurú de este nuevo movimiento libertario anarco-capitalista que desde la extrema derecha ha empezado a contaminar el discurso de la derecha. Criado en la Sudáfrica del apartheid (como Musk), Thiel parte de un individualismo a ultranza que reclama una libertad absoluta frente al Estado y denuncia sus impuestos “confiscatorios”, a la par que defiende el poder de las élites y rechaza todo lo que suene a igualdad e inclusión. Su hombre en el Gobierno es el vicepresidente J.D. Vance.
Este movimiento no se circunscribe a EE.UU., sino que se está extendiendo como una mancha de aceite por toda Europa, donde la reivindicación de la insumisión fiscal, replicada hasta el infinito por influencers y youtubers, está seduciendo a nuevas capas sociales y sobre todo a los jóvenes, convertidos en el granero de votos de la ultraderecha. Pudo verse en el Madrid Economic Forum del pasado junio, un aquelarre libertario organizado por dos consultoras radicadas en Andorra que tuvo como estrella al presidente argentino Javier Milei y donde se presentó al Estado como una “organización criminal” que se dedica al “robo” vía impuestos. En Francia, la derecha ha instalado el latiguillo “Paga Nicolás” (un personaje ficticio) para denunciar el presunto “expolio” fiscal de las sufridas clases medias...
A pesar de sus lágrimas de cocodrilo, la presión fiscal no parece alcanzar, sin embargo, a los súper ricos. El último informe de Oxfam sobre las desigualdades constata que la riqueza de los milmillonarios –exclusivo club al que se incorporaron en el mundo 204 personas más– aumentó el año pasado en 2 billones de dólares, a un ritmo tres veces superior al del año anterior, mientras el 44% de la población mundial sigue estancada bajo el umbral de la pobreza, según datos del Banco Mundial.
Frente a esto, ha surgido un movimiento contrario que propone aplicar un impuesto especial sobre las grandes fortunas que gravaría el 2% de su patrimonio. Así lo defendían en una reciente tribuna en Le Monde un grupo de siete premios Nobel de Economía: Daron Acemoglu, George Akerlof, Abhijit Banerjee, Esther Duflo, Simon Johnson, Paul Krugman y Joseph Stiglitz. Aplicada a los milmillonarios, la medida afectaría, según sus promotores, a tan solo unas 3.000 personas en todo el mundo y permitiría recaudar alrededor de 250.000 millones de dólares. “Nunca han sido tan ricos pero contribuyen poco, en comparación con sus capacidades, a los gastos comunes”, argumentan.
Nunca han sido tan ricos, en efecto. Ni tan avariciosos, cabría añadir.