Las campañas electorales estadounidenses han sido y siguen siendo objeto de una abundante producción literaria. La serie del periodista Theodore H. White “The Making of the President”, que cubrió las convocatorias de 1960 (Kennedy-Nixon), 1964 (Johnson-Goldwater), 1968 (Nixon-Humphrey-Wallace) y 1972 (Nixon-McGovern), constituye todo un hito en la materia. La crítica ha destacado asimismo a “What it takes: the way to the White House”, dedicada a las elecciones que enfrentaron en 1988 a George Bush padre contra Michael Dukakis como una auténtica obra maestra.
Pues bien, las elecciones del año pasado ya han sido objeto de diversos trabajos y este cronista ha tenido ocasión de leer “The Original Sin”, de Jake Tapper y Alex Thompson, cuyo indiscutible protagonista es el cuadragésimo sexto presidente del país, Joe Biden, probando de forma categórica que en su intento de reelección reside en buena parte la razón de que el electorado acabara decantándose de nuevo por Donald Trump. En efecto, una camarilla de colaboradores de Biden, que los autores describen como el Politburó, se las ingenió para ocultar a buena parte del país el serio deterioro cognitivo experimentado por el presidente. Como es harto conocido, dicho esquema saltó por los aires en el fatídico debate televisado del 17 de junio del año pasado, donde un desorientado Biden mostró ampliamente que ya no poseía la salud mental necesaria para aspirar a un segundo mandato, mucho menos para concluirlo.

Donald Trump, el pasado noviembre, en un acto de campaña de las elecciones que culminaron con su victoria
La clave de la derrota demócrata estuvo en ocultar el deterioro cognitivo de Joe Biden
Los autores dejan al criterio del lector la motivación de esa camarilla, que con la activa colaboración de la familia del presidente, no le persuadió de abandonar su obsesión en el sentido de que era el único candidato que podía imponerse a Donald Trump. Hizo falta casi un mes, hasta bien entrado julio del año pasado, para que Biden decidiera finalmente no presentarse. ¿Autoengaño, resistencia a abandonar cargos de prestigio, aferramiento a la noción de que el electorado no daría nunca una segunda oportunidad a Trump? Tapper y Thompson no lo afirman, pero sugieren que si el Partido Demócrata hubiera desarrollado el tradicional proceso de primarias y asambleas para designar un candidato alternativo a Biden habrían tenido serias oportunidades de barrar el paso a Trump.
Y es que, con la ventaja de la perspectiva, la vicepresidenta Harris, a la que su jefe Biden había ninguneado en la práctica a lo largo de tres años y medio, se enfrentó a una misión casi imposible en apenas cuatro meses, a pesar de lo cual prácticamente calcó en el colegio electoral los resultados obtenidos por la ex secretaria de Estado Hillary Clinton en las elecciones del 2016. Sólo Nevada entre los estados bisagra votó por Clinton y no por Harris y de nuevo el desplazamiento de unos millares de votos en Pensilvania, Michigan y Wisconsin a favor de la candidata demócrata habría propiciado su victoria. Al propio tiempo, Trump no mostró efecto arrastre alguno en las elecciones al Senado y a la Cámara de Representantes, que se saldaron con victorias republicanas por márgenes muy reducidos.
Lo que nos lleva a este radical semestre inicial del segundo mandato de Trump, con una serie de medidas ejecutivas al margen del Congreso y con frecuentes fricciones con los tribunales de justicia que sólo la próxima cita con las urnas -las elecciones de medio mandato de 2026- nos dirán si cuentan con suficiente respaldo popular.
Lo que sí resulta meridianamente claro es que Trump no recibió en las urnas el tipo de respaldo masivo que permitió a Franklin D. Roosevelt establecer los rudimentos del Estado del Bienestar, a Lyndon Johnson consolidar la revolución de los derechos civiles y a Ronald Reagan impulsar un marco desregulatorio y business friendly, todo ello en el siglo XX. En el siglo actual, ningún inquilino de la Casa Blanca ha recibido un mandato similar.