La reciente cumbre entre Donald Trump y Vladímir Putin, seguida de la reunión del presidente estadounidense con líderes europeos, ha sido presentada por algunos como un éxito: ciertamente se evitó lo peor, el escenario de un pacto impuesto desde Washington que sacrificara a Ucrania en aras de una ilusoria estabilidad. Y, sin embargo, un análisis más pausado revela otra realidad: el gran beneficiado ha sido Putin, rehabilitado en el tablero internacional, recibido con alfombra roja y liberado de las exigencias más incómodas que Bruselas y Kyiv habían defendido como indispensables.
EE.UU. ya no reclama con fuerza un alto el fuego inmediato en Ucrania. Esa renuncia, aunque envuelta en lenguaje diplomático, constituye una concesión sustancial. Moscú, sin haber cedido en lo esencial, ha situado de nuevo la guerra en sus propios términos: como un conflicto en el que el tiempo juega a su favor.
Defender Ucrania no es caridad ni idealismo, es un imperativo de seguridad
El patrón que emerge es inquietante. Putin inauguró la cumbre con gestos calculados de deferencia hacia Trump, consciente de que la vanidad del interlocutor es un recurso más eficaz que la presión militar o el chantaje energético. Y, poco después, fueron los propios líderes europeos quienes reprodujeron la misma dinámica en la Casa Blanca, convertida en un teatro de reverencias. El objetivo era arrancar algún compromiso sobre las “garantías de seguridad” a Kyiv. El método: adulación, gestos de docilidad, sonrisas forzadas que evocaban más una corte absolutista que un diálogo entre iguales.
En el corto plazo, la estrategia puede parecer eficaz. Ucrania ha conseguido, al menos, que Trump formule una declaración de apoyo a su seguridad. Pero el precio político y moral para Europa es alto. Las imágenes proyectadas al mundo son las de un continente en posición de dependencia, oscilando entre la súplica y el halago. El mensaje que llega a Moscú, Pekín o Nueva Delhi no es el de una Europa firme y cohesionada, sino el de una potencia secundaria que busca la indulgencia del emperador de turno. La erosión de credibilidad es real y persistente.

Vladimir Putin conversa animadamente con Donald Trump en Alaska
La cuestión de fondo es si Europa puede construir su seguridad sobre la vanidad de un líder extranjero. La historia enseña que ese camino está plagado de riesgos. Desde Yalta hasta Suez, el siglo XX está lleno de ejemplos en los que la dependencia estratégica de Europa condicionó nuestras decisiones, limitó nuestra autonomía y, en ocasiones, humilló nuestra posición. La adulación no es política exterior: es vasallaje disfrazado de pragmatismo.
La única salida realista pasa por reforzar nuestra autonomía estratégica. No como consigna retórica, sino como una agenda práctica. Autonomía en defensa, para disponer de capacidades creíbles que respalden nuestra palabra. Autonomía en energía, para no volver a ser rehenes del gas ruso o del petróleo inestable de Oriente Medio. Autonomía tecnológica e industrial, para que la próxima generación de baterías, chips o inteligencia artificial no dependa exclusivamente de Washington, Shenzhen o Taipéi. Autonomía diplomática, para hablar con voz propia en un mundo multipolar donde los equilibrios se negocian con rapidez.
El apoyo decidido a Kyiv sigue siendo la piedra angular de esta estrategia. Defender Ucrania no es un acto de caridad ni un gesto idealista: es un imperativo de seguridad. Permitir que un revisionismo imperial se imponga en el Dniéper equivale a abrir la puerta a que se replique en el Báltico, en los Balcanes o en cualquier otro flanco vulnerable de Europa. Ucrania es hoy la primera línea de defensa de la seguridad continental.
Para ello, reducir dependencias estructurales es ineludible. Un continente vulnerable en energía, expuesto en tecnología y debilitado en industria nunca podrá actuar con independencia. La autonomía no significa aislamiento ni antiamericanismo. Significa poder elegir, en lugar de ser forzados a elegir. Significa negociar de igual a igual, y no desde la debilidad.
La relación transatlántica seguirá siendo esencial, pero debe basarse en el respeto mutuo y no en la subordinación. Estados Unidos es y será un aliado fundamental, pero no debiera ser un tutor. Para que ese vínculo sea sostenible, Europa necesita hablar con voz propia y respaldar esa voz con capacidades reales.
La reciente secuencia diplomática nos deja una lección incómoda: la adulación puede ganar tiempo, pero no construye seguridad. Puede arrancar promesas en un comunicado, pero no cambia la naturaleza de la amenaza ni la fragilidad de nuestra posición. La historia de Europa nos recuerda que los imperios que sobreviven son los que saben caminar con sus propios pies.
Hoy, más que nunca, Europa necesita valentía, unidad y autonomía. Solo así podremos defender a Ucrania, a nosotros mismos y a un orden internacional basado en reglas. La libertad europea, y con ella nuestra seguridad, dependerá de que sepamos dejar atrás la comodidad de la reverencia y asumir la responsabilidad de ser dueños de nuestro destino.