Desde una torreta del kibutz Nir Oz, los lugareños se balanceaban en un sofá con vistas a los suburbios de Jan Yunis. Décadas atrás, era habitual que israelíes cruzaran a la franja de Gaza –a menos de dos kilómetros– a comprar, tomar café o darse un chapuzón en el Mediterráneo. Al amanecer del 7 de octubre del 2023, nadie vio desde el sofá a los comandos de Hamas cruzando la frontera sin resistencia para ejecutar una masacre que cambió la historia de Oriente Medio.
“Aquí ocurrió el fallo más grande de la historia de Israel”, recuerda desde la torreta Roni Kaplan, portavoz reservista en español del ejército israelí. Esta comunidad, que preservaba vestigios del sionismo socialista fundador del Estado judío, fue la zona cero de la matanza. En aquel fatídico sabbat, unos 140 integrantes de Nujba, la unidad de élite de Hamas, penetraron por uno de los 114 boquetes abiertos en la frontera. “Una de cada cuatro personas [117] en Nir Oz fueron secuestradas o asesinadas”, reza una pegatina. El 6 de octubre del 2023 vivían aquí 417 residentes. Nueve siguen en los túneles de Gaza.

En una de las paredes del kibutz, alguien ha dejado un mensaje explícito sobre lo que ocurrió y las responsabilidades del Gobierno: “Netanyahu, la sangre de mi familia está en tus manos”.
“Cuando llegué, conté 42 bolsas con cadáveres. Hoy son ya 65, por los muertos dentro de Gaza”, calcula Kaplan. El portavoz, que llegó horas después de la batalla librada por vecinos mal armados y soldados que combatieron anárquicamente a los invasores islamistas, contó “más de 100 cadáveres de terroristas” en los jardines del kibutz.
El comedor comunitario, donde los vecinos solían compartir el desayuno, no huele a huevos revueltos o café. En los jardines, la ropa sigue tendida. Las bicis, juguetes o columpios recuerdan que esto fue un jardín del Edén infantil. Las humildes casas, blancas y uniformes, están ennegrecidas: familias enteras fueron quemadas vivas en su interior. Por las puertas y ventanas, todas baleadas, entraron los terroristas para cazar a sus víctimas.
Hace décadas, los vecinos de Nir Oz bajaban a Jan Yunis a comprar, tomar un café o bañarse
Karina Engel aguarda en la puerta de su hogar. En las viviendas adyacentes hay pósters con retratos de sus exresidentes, junto a la palabra “asesinado” o “secuestrado”. “Hoy es un día doloroso, ayer cayeron cuatro soldados en combate”, comenta. Karina, reubicada con sus exvecinos en Kiryat Gat, solo vuelve al kibutz para recapitular los hechos ante periodistas o diplomáticos. Pese a que el ejército israelí pulverizaba la ciudad de Gaza en la lejanía, en Nir Oz solo se oía el alegre canto de los pájaros.
Karina, junto a sus hijas Mica (18 años) y Yuval (11), fueron secuestradas y llevadas a la fuerza a Gaza. Ronen, su marido, murió tiroteado en el salón al intentar defenderlas con su arma personal. “Cayó ante una horda de terroristas que entraron con granadas y kalashnikovs”, recuerda. Su cadáver sigue en la franja, a la espera de si será devuelto en la tregua. “Ocurrió sobre las nueve de la mañana, tiraron tres granadas dentro”, prosigue.
Como la mayoría de sus vecinos, Karina cayó en su propia trampa. El cuarto blindado de la casa, donde solían refugiarse de los misiles disparados desde Gaza, no puede bloquearse desde dentro. No pudo contener el paño de la puerta: madre e hijas fueron raptadas.

Karina Engel, superviviente de Nir Oz.
“Fue un secuestro muy violento. Me pegaron, me presionaron con un cuchillo, tenía todo el cuello marcado”, recuerda. Intentó resistirse en vano: la rodeaban más de diez personas. “Estuve 23 días separada de Mica y Yuval. Asumí que era una moneda de cambio de su juego, que mi precio era más alto viva que muerta”, dice.
En los jardines la ropa sigue tendida y bicis y juguetes recuerdan que esto fue un jardín del Edén infantil
Varios secuestrados de Nir Oz fueron llevados al hospital Naser de Jan Yunis. A Karina le mentían sobre el paradero de sus hijas, le decían que estaban en Tel Aviv. “Imagínense, una niña de casi 11 años sola en un hospital de Gaza rodeada de terroristas. Se ocultaban ahí porque creían que era un lugar seguro donde no entraría el ejército”, añade.
Karina permaneció encerrada en un cuarto diminuto con otras dos rehenes. “Dormíamos en el suelo. Comíamos pitas podridas, tal vez un pepino. En 52 días perdí 12 kilos; mis hijas, más de 15”, rememora. Las movían de un lugar a otro. “Hoy es tu día de suerte”, le comunicó un comandante islamista. La reunieron con sus hijas en el hospital. “Estaban muy demacradas”, lamenta. Hamas filmó el reencuentro, y obligaron a la madre a decir que las trataron muy bien.
Para Karina, Nir Oz era “el mejor lugar del mundo, mi paraíso privado”, a pesar de que en tiempos de guerra niños y mayores eran evacuados del kibutz. Como muchas víctimas, se siente abandonada por el Gobierno de Beniamin Netanyahu. “Solo me importa Ronen y que los 48 rehenes –20 en vida– vuelvan a casa”, protesta.
En el kibutz nadie cerraba las puertas con llave. Era un lugar libre, y muchos vecinos soñaban con un futuro en paz con los palestinos. Su vecino, el periodista y activista Oded Lifshitz, transportó durante años a enfermos crónicos gazatíes a hospitales de Israel. Hamas tampoco tuvo piedad con él. “Nir Oz es un lugar lleno de dolor, yo no puedo vivir aquí”, reconoce. Cerca suyo vivía la familia Bibas: la madre Shiri y los pequeños Kfir y Ariel murieron en cautiverio, y sus cadáveres fueron devueltos en un macabro espectáculo público.
Como muchas víctimas, Karina se siente abandonada por Netanyahu; solo piensa en los rehenes
Karina y su familia no volverán, pero lanzan el guante a otros compatriotas. “Nir Oz es una forma de seguir adelante y mostrarle al mundo que, a pesar de todo, vamos a estar del lado de la vida”, concluye. Tamar, Yonatan y sus hijos Shahar, Arbel y Omer fueron asesinados juntos. “Netanyahu: la sangre de esta familia está en tus manos”, se lee en una pintada en la fachada del hogar de la familia Siman Tov.
El kibutz transpira furia contra el premier israelí, que evita asumir responsabilidad por la matanza. “No fue solo una invasión al territorio, también fue a nuestra propia historia. Desde 1948 creímos que esto no volvería a pasar”, lamenta Kaplan. Aquí se vivió la peor matanza de judíos desde el Holocausto.

Lena Trufanov, madre del exrehén rusoisraelí Sasha Trufanov, alimenta a los gatos de Nir Oz. Los felinos y un puñado de residentes que riegan los jardines son la única señal de vida. En el suelo hay un flyer . “Únete a la reconstrucción. De la devastación emerge un reto único: pasar del trauma a reconstruir una comunidad de resiliencia inquebrantable”, vaticina el escrito.
Roni Kaplan recoge el guante. “Meses después del 7 de octubre, valoramos con mi mujer mudarnos aquí. La victoria contra aquellos que te quieren destruir es construir”, considera. De la intensa Jerusalén, se mudará con seis hijas a un kibutz, donde ahora el 97% de las casas está en ruinas.
“Cuando llegué, conté 42 bolsas con cadáveres; hoy son ya 65, por los muertos dentro de Gaza”
La familia Kaplan lo considera un deber nacional. Por su cargo militar, le tocó entrar a Nir Oz y “fue prácticamente imposible salir, en lo físico y lo mental”. Considera vital la llegada de familias jóvenes y productivas, ya que solamente algunos veteranos ancianos permanecerán en la comunidad. “Va a haber un recambio poblacional”, pronostica.
En el acceso a la comunidad, ya hay carteles que anuncian futuras promociones inmobiliarias, junto a otros que exigen al Gobierno “devolver a todos [los rehenes] a casa”. Sebastián, guía turístico, sintetiza el espíritu del kibutz: “muchos tenían esperanza de paz, algunos aún la tienen. Pero muchos ya no están”.