La “diplomacia de bambú” tiene estas cosas. El acuerdo de paz que Donald Trump dijo haber mediado -o impuesto- entre Camboya y Tailandia es ya papel mojado. Por lo menos para esta última. Poco importa que apenas hayan pasado quince días desde su firma, que logró atraer al sudeste asiático, como padrino de ceremonia, al presidente de EE.UU., camino de su cita con Sanae Takaichi en Japón y Xi Jinping en Corea del Sur.
El primer ministro interino, Anutin Charnvirakul, ha dicho este martes que las Fuerzas Armadas de Tailandia tienen todas las opciones sobre la mesa para imponerse en la disputa fronteriza con Camboya. El desencadenante ha sido el último incidente en que la explosión de una mina antipersona camboyana en “tierra de nadie”, ha vuelto a causar bajas entre las filas tailandesas. Concretamente, uno de los soldados heridos ha perdido un pie. Las autoridades de Bangkok dicen que el artefacto se colocó con posterioridad a la tregua.
Anutin, que es un empresario de la construcción como Trump, se ha puesto este martes un uniforme militar para dar solemnidad a sus palabras. Ambas partes asiáticas se habían comprometido a desminar la frontera, alejar la artillería pesada y entregar prisioneros. El estallido de la mina, olvidada o no, brinda el pretexto a Tailandia para desdecirse. Para empezar, acerca de la devolución de 18 soldados camboyanos, que fueron tomados como prisioneros durante la escaramuza de julio y que tenían el petate a punto para regresar a su país de forma inminente.
Un experto del ejército tailandés examina una mina hallada en la provincia tailandesa de Sisaket, junto a Camboya, este lunes.
El caso es que el gobierno de Bangkok nunca estuvo cómodo con el acuerdo. Entre otras cosas, porque el primer ministro interino, Anutin Charnvirakul, le debe el poder a la disputa fronteriza y nada desearía más que poderla mantenerla al baño maría por lo menos hasta las elecciones, que se comprometió a convocar para antes de abril.
Al margen de esto, cabe recordar que Tailandia es una nación tres veces más grande y cuatro veces más poblada que Camboya, con una economía once veces mayor y un ejército mucho mejor armado. En un pulso, Bangkok tiene las de ganar, de ahí que su gobierno sea reacio a un acuerdo que le colocaba en un plano de igualdad con Phnom Penh. De ahí también que Tailandia se niegue a cualquier laudo internacional, como el que certificó su pérdida del templo jemer (hindú) de Preah Vihear.
Pero más allá del foco en la disputa terrestre, la piedra de toque está en las reclamaciones marítimas de ambas partes, que se solapan. Son nada menos que 27.000 kilómetros cuadrados, en los que se suponen grandes yacimientos de gas y petróleo aún por explotar, debido al desacuerdo.
El primer ministro Anutin, en el centro, tras presidir el Consejo de Seguridad Nacional en que Tailandia ha decidido suspender indefinidamente el acuerdo de paz con Camboya, este martes.
Por otro lado, en Tailandia podía entenderse que el dictador camboyano Hun Sen -hoy solo aparentemente en segundo plano, tras su hijo Hun Manet- se deshiciera en alabanzas de Donald Trump, exagerara su papel de mediación o lo propusiera para el Premio Nobel de la Paz. Al fin y al cabo, la cúpula de Pakistán hace lo mismo para ganar margen de maniobra frente a un vecino mucho mayor (en su caso, India).
Lo que en Bangkok ha sentado mal es que esto se tradujera, en los últimos días, en un estrechamiento de relaciones de los ejércitos de EE.UU. y Camboya. Los maniobras militares conjuntas que estrenaron en 2010 y dejaron de celebrarse después de 2016, Angkor Sentinel, se reanudarán. Y algún buque de la Séptima Flota estadounidense (como tantas otras armadas) recibirá permiso para amarrar ocasionalmente en Ream, base naval camboyana de factura china.
Tal vez no sea mucho, pero suficiente para poner nerviosa a Tailandia, el único país de Indochina con el que EE.UU. tiene un Tratado de Defensa Mutua (como el que mantiene con Filipinas, Japón y Corea del Sur).
Asimismo, Washington acaba de levantar un veto de décadas a la venta de armamento a Camboya. Aunque en realidad, una parte del arsenal estadounidense nunca abandonó el país. Estados Unidos, en los sesenta y setenta, además de desfoliar las selvas camboyanas con agente naranja, descargó millones de bombas sobre el terreno. Todo ello, con la colaboración de sucesivos gobiernos tailandeses, civiles o militares.
Una aproximación molesta para Tailandia
Camboya intenta equilibrar su enorme dependencia de China cortejando a EE.UU.
Cincuenta años después, las minas que el ejército de EE.UU. nunca recogió siguen provocando docenas de víctimas camboyanas cada año. En 2024 fueron como mínimo 49, entre muertos (12), heridos y amputados. En los noventa eran cientos o miles, cada año. De ahí que los argumentos de Bangkok no impresionen demasiado en Phnom Penh.
El inesperado flechazo entre el jemer rojo renegado Hun Sen y el magnate Donald Trump tiene varias explicaciones. Seguramente, pocos mandatarios deben agradecerle tanto a Trump la degradación de USAID, Radio Free Asia, Voice of America y tantos otros órganos de influencia y propaganda de Washington, bestias negras de ambos, aunque por motivos distintos. EE.UU. sabe que China sigue siendo el aliado fundamental de Camboya, pero aflojar dicho abrazo y diversificar socios interesa tanto en la Casa Blanca como en Phnom Penh.
Lo mismo vale para Tailandia. Nunca volverá a ser el fiel escudero de EE.UU. como lo fue durante la guerra fría, porque el mundo es otro y, principalmente, ni esta América es aquella, ni esta Asia -ni esta China- es la de entonces. Pekín ya no exporta maoísmo y no le da miedo a las élites económicas del sudeste asiático, que muy frecuentemente son de origen chino, empezando por Tailandia.
Tal es el caso de Anutin Charnvirakul, que además habla cantonés. No es el primer mandatario tailandés que abraza la diplomacia del bambú, ni será el último. Raíces profundas, tronco firme y ramas flexibles, según sople el viento, ya sea tropical, polar o multipolar.
