En las colinas de Treviso, las pintadas están ya descoloridas. En las curvas de la carretera que sube hacia los Dolomitas aún se lee “Fora Roma”, pero parecen viejos emblemas de una batalla olvidada. El ambiente es optimista: la vendimia del prosecco ha ido muy bien. “Será una añada memorable”, prevén en el consorcio local.
El entusiasmo por el vino, sin embargo, no se refleja en la próxima cita que esperan estas tierras: las elecciones autonómicas. El Véneto vota el próximo domingo y el resultado, según todas las encuestas, parece descontado: salvo cataclismos políticos, el presidente será Alberto Stefani, un liguista moderado que sucederá a Luca Zaia, apodado el Dogo por haber gobernado la región durante 15 años con un consenso prácticamente plebiscitario (en su última elección obtuvo el 76,8% de los votos). Después de haber intentado durante mucho tiempo cambiar la ley que limita los mandatos, Zaia se ha rendido y se presenta como cabeza de lista de la Liga, aun sin compartir casi nada del giro ultraderechista de Salvini y sin tener el coraje de desafiarlo directamente por el liderazgo.
Los viejos militantes se sienten traicionados por la Liga de Salvini: “Antepone las batallas del sur a las nuestras”
Pero en esta tierra que durante años fue una de las más pobres de Italia en la posguerra y que en veinte años se convirtió en una de las más ricas, el eje político nunca ha sido derecha-izquierda (casi inexistente salvo en algunas capitales de provincia), sino la autonomía: la batalla por obtener más competencias de Roma. El recorrido ha sido irregular y tortuoso, e incluso vio en 1996 un asalto armado con un tanque casero al campanario de San Marcos en Venecia por parte de un grupo de independentistas, luego encarcelados. Una historia a menudo reducida a una farsa y recuperada –y parcialmente ennoblecida– en la reciente novela Una rivolta , del paduano Enrico Prevedello.
Entre folklore y egoísmo fiscal, el Gobierno regional ha alternado impulsos identitarios con reivindicaciones siempre estancadas, pese a que la Liga estuvo años en el poder en Roma. El proceso tuvo su punto culminante en el referéndum consultivo del 2017, en el que los ciudadanos del Véneto y Lombardía votaron sí a dar un mandato a sus regiones para negociar con el gobierno central una ampliación de competencias. El éxito de aquella consulta (en el Véneto, un 98% de sí con un 57% de participación) no parece haber dejado grandes huellas. El Gobierno de derechas, con la Liga como socio decisivo, aprobó una ley llamada “autonomía diferenciada” que, en teoría, permite abrir negociaciones para transferir competencias a las regiones. Pero en la práctica está completamente bloqueada: por una sentencia del Tribunal Constitucional y por el escaso interés de Meloni.
“Han cambiado nuestras prioridades: ahora queremos seguridad, no competencias”
El impulso autonomista –desde hace cuarenta años– ha sido liderado de facto por la Liga, primero por Umberto Bossi y luego por Matteo Salvini, dos lombardos que dejaron poco espacio a los vénetos. Hasta que Salvini transformó el movimiento nordista en un partido nacionalista italiano, más interesado en construir el puente sobre el estrecho de Mesina, en el profundo sur, y en fichar a un general del ejército, Roberto Vannacci, que reivindica abiertamente el fascismo.
El resultado es que, en las generales del 2022 y en las europeas del 2024, quien ganó en la región fue Hermanos de Italia, es decir, el partido más centralista y “romano” posible. Una mutación política que podría completarse el próximo domingo: la única duda es quién llegará primero, los herederos del Movimiento Social Italiano o la Liga. ¿Cómo se explica esta contradicción? Los veteranos de aquella época la asumen: “Escribíamos ‘Fora Roma’ en los muros, nos perseguían los carabineros, y ahora me presento con un partido que se llama Forza Italia y lo noto, créame”, cuenta Gianantonio Da Re, antiguo jefe de la Liga en el Véneto y después expulsado –siendo eurodiputado– por llamar “cretino” (literal) a Salvini en una entrevista, “después de 42 años de militancia”.
La ley sobre la autonomía no ha llegado a entrar en vigor, generando frustración
Frente a una copa (de prosecco, por supuesto) y un tramezzino, en un bar de Vittorio Veneto, donde fue alcalde, Da Re explica la evolución de aquel movimiento nacido de forma espontánea, mezclando nostalgia identitaria y demandas económicas: “Éramos un grupito de temerarios que desafiaban al Estado, nostálgicos de la República Veneciana, con el culto del trabajo”.
Estamos en Vittorio Veneto, corazón de los Prealpes trevisanos, cuna de aquellos impulsos, en la carretera que conduce a Cortina, que en tres meses acogerá los Juegos Olímpicos de invierno. Da Re señala un espléndido palacio del Quattrocento, con un León de San Marcos desgastado por las tropas de Napoleón: “La Serenísima ya no existía, pero el león lo defendimos igual. Luego los liguistas fueron a Roma y se tomaron el spritz frente al Panteón. El spritz es véneto, y a Roma hay que ir para conseguir resultados; pero ahora estamos defendiendo Sicilia”. Da Re conoció a Carles Puigdemont en Bruselas: “Estoy de su parte, es un perseguido”, y admite que “aquí nunca se vieron las masas que hubo en Catalunya, ni siquiera en sus mejores años”.
El sociólogo: “Hubo una simpatía provinciana hacia Catalunya, sin entender realmente aquel ejemplo”
¿Cómo se ha llegado hasta Meloni? A veinte kilómetros de aquí, en Rolle, en las laderas del Prosecco, hay quien ofrece una respuesta clara. Alberto Resera, militante histórico, bodeguero y propietario de Andreetta, restaurante con una vista espectacular sobre sus viñedos, contribuyó hace años a llevar a la Liga al poder en muchos pequeños municipios de la zona, antes en manos de la izquierda. “Fue una hazaña, creíamos en el federalismo más que en la independencia”. Ahora, en cambio, no lo oculta: vota a Meloni. “Nuestras prioridades han cambiado: ya no la autonomía, sino la seguridad. Si me ocupan la casa, quiero alguien que me defienda”.
Según Stefano Allievi, sociólogo de la Universidad de Padua y autor de varios ensayos sobre el nordeste, esto es el resultado de una contradicción ya presente desde el origen: “La Liga Véneta nació incluso antes que la Liga Lombarda de Bossi, con una idea independentista e identitaria inspirada en la Serenísima. Pero la República Veneciana y el Véneto nunca fueron la misma cosa: la primera era una gran potencia cosmopolita; el segundo, un territorio rural y pobre, el sur del norte. Aquel llamamiento era romántico, pero ya entonces más retórico que político”. En lo concreto, según Allievi, no había nada: “La autonomía quedó como una palabra vacía: nadie ha sabido explicar ‘cómo, con quién y para qué’. No existe un solo plan operativo ni un análisis coste-beneficio. Se ganaban elecciones repitiendo una y otra vez la palabra ‘autonomía’. Luego la base –pequeños empresarios y profesionales– se cansó”.
Hacia Catalunya, concluye Allievi, “hubo una simpatía bastante provinciana, sin entender realmente el ejemplo. Tanto que, cuando se intentó imponer un ‘modelo catalán’, haciendo obligatorio el uso de la lengua véneta en la escuela, se rebelaron todos. Ese terreno ya no existe”. Las formas están cambiando. En el plano lingüístico, incluso sectores de la izquierda han vuelto a valorar ese patrimonio: “En mi barrio de Padua, Arcella, hay extranjeros que hablan véneto, precisamente gracias a un activismo cívico de base”, añade el escritor Prevedello.
En otro gran municipio de la provincia de Treviso, Montebelluna, Marzio Favero, exalcalde y dirigente local de la Liga, ofrece otro análisis: “El giro hacia la extrema derecha nunca se debatió. Nosotros nacimos como un movimiento antifascista y ahora nos encontramos con el general Vannacci reivindicando las leyes contra los judíos de Mussolini. Y la gente, entre la copia y el original, elige al original y vota a Meloni”. Sea cual sea el resultado de la próxima semana, Roma ya no debe temer al Véneto.


