A Donald Trump la UE le debe de parecer poco más que un insufrible e intolerable galimatías político, militar, lingüístico, culinario y cultural. Un asco, vaya. Nada atractivo encuentra en esta ridícula unión de raquíticos Estados, algunos de ellos absurdas monarquías trasnochadas, todos afligidos por el veneno del socialismo o el comunismo que hasta Rusia y China han repudiado. ¡Y encima liderada por mujeres!
Es más, si hay follón, y lo habrá, que no cuenten los europeos con los Estados Unidos para sacarles de nuevo las castañas del fuego. ¡Hasta aquí hemos llegado! Si se empeñan en mantener un Estado del bienestar muy por encima de sus posibilidades, en vez de hacerse con una defensa muy por encima de sus posibilidades, allá ellos. Eso sí, que se armen hasta los dientes con munición made in America. En todo caso, queda claro que la civilización europea tiene los días contados. ¿Y qué?
Uno de los autores estadounidenses más odiados y perseguidos por el movimiento woke atiende por Mark Twain (1835-1910), ese caballero sureño blanco que se atrevió a escribir bobadas racistas como Huckleberry Finn. ¡Al cuerno con sus méritos literarios! Pero olvidan que siglo y medio antes fue precisamente Twain quien les anticipó al denostar sin contemplaciones la Europa que describe en Un yanqui por Europa camino de Tierra Santa (Laertes).
Al llegar en 1867 a París en compañía de unos compatriotas ricachones tan convencidos como él de la irreversible decadencia de Europa, Twain dedica varias páginas a denostar la trágica historia de amor medieval de Abelardo y Eloísa que tanto ha inspirado a escritores a lo largo de los siglos, entre ellos Petrarca, Chaucer, Rousseau o Lamartine, sin olvidar un cameo en un capítulo de Los Soprano.
Eloísa era la brillante sobrina -posiblemente, hija- de Fulbert, un canónigo de la catedral de París. Estaba versada en latín y siendo muy jovencita cayó bajo el hechizo de Pedro Abelardo, ya famoso como retórico imbatible. Empezaron a cartearse, por supuesto, en latín. Fulbert le pide a Aberlado le diera clases a la niña, circunstancia que éste aprovecha con la deliberada intención de pervertir a una menor inocente y confiada, según sentencia de Twain.
Eloísa se queda embarazada. Fulbert echa al depravado Abelardo de su casa, más éste rapta a la niña y huyen a Bretaña. Nace un niño. Abelardo, el muy cobarde, está dispuesto a casarse con ella, pero sólo si la boda se mantiene secreto, así salvando su reputación, pero no la de ella.
El enlace tiene lugar, sí, mas es negado por ambos esposos. Fulbert, furibundo, manda a unos rufianes que a Abelardo le castrasen y que Eloísa entre en un convento. Años más tarde, sin que el uno tenga noticias del otro, vuelven a cartearse, ¡y de qué manera!
Caído en desgracia y olivado, Abelardo, el mejor polemista de su época, murió en 1144. Eloísa le sobrevivió veinte años y fue enterrada a su lado, en Cluny. A principio del siglo XIX, sus restos fueron traslados al parisino cementerio de Perè Lachaise, donde aún reciben visitas de gente cautivada por su historia de amor en tiempos tan poco proclives para comprenderla, como es el caso de Twain o, ahora, Trump.
En efecto, Twain no traga, e insiste en despojar la historia “del nauseabundo sentimentalismo que intenta ofrecer a nuestra veneración un cobarde seductor como Pedro Abelardo”.
Antes de abandonar la llamada Cuidad de la Luz, escribe que está orgulloso de proclamar a los cuatro vientos que las mujeres más bonitas que ha visto en Francia han nacido o se han criado en Norteamérica. O sea: America First y wokismo blanco digno del presidente Trump, que seguramente encuentra más romántica, patriótica y conmovedora la tragedia Epstein.



