El juicio social dolió más
En el 2001, siendo concejala de Ponferrada, Nevenka denunció al alcalde, Ismael Álvarez, un hombre poderoso. Se convirtió así en la primera mujer en conseguir una sentencia condenatoria por acoso sexual en el ámbito laboral contra un político. Lo ganó todo en los tribunales, pero lo perdió socialmente. No la creían, la culpabilizaban, nadie le dio trabajo en España y tuvo que exiliarse, empezar de cero y recomponerse en silencio. Con los años el no es no, el #MeToo y el 8-M le dieron la fuerza para hablar. Dos décadas después, publica El poder de la verdad (Ediciones B), un libro que empezó como terapia personal en el que cuenta el trauma que vivió: “Durante muchos años asocié la idea del acoso sufrido a mi propia debilidad. Pero hoy tengo más información y no quiero que ninguna mujer pase por lo que yo pasé, que ninguna dude de sí misma”.
¿Quién era Nevenka antes de todo?
Una joven de 24 años con ilusiones, llena de energía e inocencia. Trabajaba en Madrid cuando me propusieron volver a Ponferrada y pensé que era la oportunidad de mi vida.
¿Trabajar en el Ayuntamiento?
Me dijeron que era un proyecto de amigos y yo lo creí. Me nombraron concejal de Hacienda y Comercio. Al poco tiempo, el alcalde, Ismael Álvarez, intentó conquistarme y lo consiguió; tuvimos una relación breve, apenas dos meses. Yo tenía muchas dudas y la corté. Ahí empezó el acoso.
Un hombre casado.
Tenía 53 años, casi 30 más que yo. Se me acercó con la pena: su mujer llevaba años enferma de cáncer. Yo fui empática e inocente. Así empezó la manipulación: bajo la máscara de la amistad y la confianza profesional.
¿Y después?
Cuando le dije que no quería seguir, empezó el acoso: llamadas constantes, hasta 40 en un día, gritos y humillaciones públicas.
¿Qué tipo de humillaciones?
En reuniones, en plenos… llegó a meter las manos en los bolsillos, mostrarme su erección y decir: “¡Mira cómo me pones!”; los demás callaban o reían.
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Una vez me engañó para ir a una boda en un pueblo, dijo que debía asistir todo el equipo, pero solo fuimos los dos. Lo preparó: solo quedaba una habitación, y allí abusó de mí.
¿Por qué no se marchó de esa habitación?
El maltrato psicológico te paraliza. No podía moverme. Me sentía culpable, pensaba que la equivocada era yo. Creía que podía resistir sola, cumplir con mi trabajo y que todo pasaría. Pero después de meses de manipulación ya no tenía control.
¿Cómo lo vivía?
Con ansiedad diaria. Intentando cumplir con mis responsabilidades mientras me iba rompiendo por dentro. No había moratones, pero había heridas invisibles, él me vejaba.
¿Cuándo se quebró?
En Madrid. Mi amigo, hoy marido, Lucas, escuchó una de esas llamadas y me dijo: “¿Cómo dejas que te hablen así?”. Validó lo que yo trataba de ocultar. Ahí tuve mi primer ataque de pánico. Terminé en urgencias y tomando ansiolíticos. “No puedes volver”, me dijo la doctora. Fue el inicio de mi recuperación.
¿Denunciar fue valentía?
No. Fue sobrevivir. Callar hubiera significado mi muerte psicológica, quizá también física. Yo tenía miedo real: era un hombre poderoso y obsesionado.
¿Qué fue más doloroso, el acoso o la reacción social?
Todo forma parte del acoso: El entorno que consiente, que calla, que minimiza. Ponferrada entera se volvió contra mí.
Muchas mujeres, como Ana Botella, apoyaron a su acosador.
Me llamaron trepa, puta, ambiciosa. A las que no aceptamos el lugar asignado, la sociedad nos quema: en el XVI por brujas, a mí me quemaron en la plaza pública.
Su familia también pagó un alto precio.
Sí. Mi padre tenía una empresa que dependía de subvenciones regionales: se las retiraron cuando denuncié. Lo perdieron casi todo. Hubo muchos daños colaterales.
¿Cómo sobrevivió usted?
Me fui de España. Aquí nadie me daba trabajo. En Inglaterra empecé en una fábrica de pollos, con ataques de pánico y muy medicada. Pero también con la decisión de seguir viva. Fue el comienzo de la nueva Nevenka.
¿Qué la ayudó a sanar?
Veinte años de terapia, meditación y yoga. Y después el 8-M, el #MeToo, el no es no . Escuchar las historias de otras mujeres me hizo sentir acompañada.
¿Por qué decidió contar su historia?
Porque a mí escuchar a otras me ayudó. El documental del 2021, Nevenka, se vio en más de 150 países. Después llegó la película de Icíar Bollaín y mi libro, en el que he querido mostrar que se puede lidiar con el trauma.
¿Hoy cómo se siente?
Por primera vez soy quien soy, sin miedo al qué dirán. Perdonar me liberó: no fue un regalo para ellos, fue un regalo para mí.
¿Ha perdonado a una sociedad que no la acompañó?
Sí. Durante años evitaba hasta viajar con Iberia para no hacer cola entre españoles: dolía demasiado. Pero, después del documental, Lucas y yo lloramos en la cocina: por fin nos comprendían. Fue muy curativo.
¿Se arrepintió alguna vez de denunciar?
Nunca. Si no lo hubiera hecho, quizá estaría muerta. El miedo era real. Hoy sé que sobreviví porque denuncié.
¿Qué descubrió de usted escribiendo su historia?
Que valió la pena pelear por quién soy. Que el sufrimiento puede transformarse. Y que contarlo ayuda a otros.
¿Y ahora qué hará?
Vivir en paz. He contado toda la verdad, y la verdad cura. He cerrado un círculo.
