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“Vivienda, vivienda, vivienda”

Diario de València

Salvador Enguix Periodista

Lo dijo en el Congreso el pasado miércoles Gabriel Rufián dirigiéndose a Pedro Sánchez: “Vivienda, vivienda, vivienda”; tres veces. Subrayaba el diputado de ERC lo que a su juicio debería ser la máxima prioridad del Gobierno —y de todas las administraciones, añado yo—, un diagnóstico que el CIS ha confirmado esta semana en la misma encuesta donde se revela que Vox es la fuerza política que más crece y la más votada entre los menores de 45 años. No es casualidad: la crisis de la vivienda ha dejado de ser un problema económico para convertirse en el termómetro del malestar generacional.

Un joven observa anuncios de viviendas en una oficina inmobiliaria de un pueblo afectado por la dana 

Andrea Martínez / Propias

Esta semana, el Observatorio de la Vivienda de la Universitat Politècnica de València (UPV) publicaba un informe demoledor: el precio medio del alquiler en la ciudad ronda ya los 1.900 euros mensuales, mientras crecen los asentamientos chabolistas —40 identificados, con más de 200 menores en condiciones infrahumanas—. Fernando Cos-Gayón, director del Observatorio, denunciaba el “fracaso estructural” de las políticas públicas. Pero lo más grave no son los datos, sino su normalización: hemos aceptado que familias vivan en márgenes físicos y jurídicos mientras el mercado inmobiliario opera como un sistema de expulsión por renta.

Basta visitar algunas plataformas de venta y alquiler para comprender la magnitud del desastre: en València solo hay 15 viviendas públicas en venta activa (0,0036% del parque total) y la obra nueva se reduce a 91 viviendas plurifamiliares en toda la ciudad, un número “estadísticamente irrelevante” según la UPV. Los ayuntamientos no ceden terrenos, los fondos de inversión priorizan el turismo, los pequeños propietarios retiran sus pisos del mercado por miedo a la morosidad —o a lo que algunos llaman “inquiokupas”—, la población crece a un ritmo de 20.000 habitantes anuales (el 19% extranjeros) y los oficios de la construcción envejecen sin relevo generacional. El resultado es una ciudad que segrega: quienes pueden heredar acceden a la propiedad; quienes no, condenados al alquiler precario o a la diáspora metropolitana.

La paradoja es cruel. Mientras el PAI de Benimaclet —que aportaría 400 viviendas protegidas— sigue paralizado por disputas ideológicas, la Ley 12/2023 ha agravado el problema: al restringir los alquileres, ha espoleado la conversión de viviendas residenciales en turísticas (+111% en un año) y encarecido los precios por la escasez de oferta. “La ley ha conseguido lo contrario de lo que pretendía”, sentencia Cos-Gayón. Y en este caos, las víctimas tienen nombre: jóvenes que posponen su emancipación, familias hacinadas en habitaciones alquiladas, ancianos atrapados en pisos inseguros y, en el extremo más obsceno, niños durmiendo en chabolas.

Pero nada de esto —ni los informes técnicos, ni el CIS, ni el ascenso de la ultraderecha alimentado por este malestar, ni la evidencia que observamos cada día al pasear por nuestras calles— parece activar políticas públicas coordinadas. Seguimos discutiendo ideología mientras se ignora lo evidente: sin suelo asequible, sin agilización de licencias, sin incentivos fiscales para propietarios que alquilen a precios razonables y sin una apuesta decidida por la construcción industrializada —que reduce costes y plazos—, el problema no se resolverá. El dogma ha secuestrado el pragmatismo.

La vivienda ya no es solo “el gran problema” de España: es la herida abierta de un modelo que ha convertido un derecho constitucional en un privilegio de clase”

La vivienda ya no es solo “el gran problema” de España: es la herida abierta de un modelo que ha convertido un derecho constitucional en un privilegio de clase. Y cada día que pasa sin acciones concretas —más allá de declaraciones grandilocuentes o medidas parche— no solo profundiza la fractura social, sino que alimenta el caldo de cultivo de los extremismos. Como advierte Cos-Gayón: “Lo que no se quiso ver, está ya aquí”. Y lo que llega demasiado tarde, quizá ya no tenga solución.