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La ciudad vacía

Relato de verano 2025 (3)

Salvador Enguix Periodista

Valencia en agosto se le antojó a Ramón como una ciudad abandonada tras un éxodo silencioso. Aquel calor pegajoso que trepaba por las fachadas de los edificios y se instalaba en los pisos altos como un invitado indeseable era solo el principio de su decepción. Había imaginado estas semanas vacías de obligaciones como un territorio de libertad absoluta: noches largas en las que el alcohol y las risas fluirían sin horarios, mañanas tumbado en el sofá viendo películas prohibidas con el volumen alto, duchas interminables con la puerta del baño abierta porque no había nadie para reprocharle el gasto de agua ni la desnudez. Pero a la cuarta mañana despertó con la boca pastosa y una sensación de vacío que no lograba llenar ni con tres cafés seguidos ni con scroll infinito en redes sociales donde todos parecían estar en lugares mejores, con gente más interesante, viviendo vidas paralelas llenas de color.

Estantería llena de libros en la vivienda

onurdongel/iStock

El piso olía a calcetines mal lavados y a pizza fría. Ramón se asomó al balcón y observó la calle San Vicente con sus persianas bajadas como párpados cerrados. Hasta el ruido habitual de los motores parecía haberse esfumado, dejando solo el zumbido lejano de algún ventilador, el motor de los aires acondicionados y el grito ocasional de una paloma perdida. Se pasó la mano por el pelo grasiento - llevaba tres días sin ducharse - y maldijo en voz baja cuando vio que el bar de la esquina, ese antro glorioso donde servían las mejores bravas de la ciudad, seguía cerrado con un candado oxidado.

Fue en ese momento de clara desesperación, cuando contemplaba seriamente la posibilidad de llamar a su madre y pedirle el horario de autobuses a Gandía, que escuchó los golpes en la puerta. Tres toques secos, como quien no quiere molestar pero necesita ayuda urgente. Al abrir, se encontró con un hombre alto y delgado, de pelo blanco cortado al ras y unas gafas de pasta que le daban un aire entre profesor y científico loco. Llevaba una camisa beige demasiado holgada para su cuerpo, metida por la mitad en unos pantalones marrones de cintura alta, y en sus ojos claros había una mezcla de vergüenza y esperanza.

“Disculpe el atrevimiento, joven”, dijo el vecino con una voz más firme de lo que su aspecto sugería. “Soy Emilio Sánchez-Pastor, del quinto. El baño... verá, la puerta se ha atrancado y como no hay nadie más en el edificio...”

Ramón siguió al anciano escaleras arriba, notando cómo el aire cambiaba a medida que ascendían. Del olor a cerrado y a calor estancado de su propio piso, pasaron a un aroma complejo que le recordó a las bibliotecas antiguas: papel envejecido, cuero de encuadernaciones viejas y algo más, tal vez lavanda o tal vez simplemente tiempo acumulado.

Cuando Emilio abrió la puerta de su casa, Ramón contuvo una exclamación. Las paredes habían desaparecido bajo estanterías que llegaban hasta el techo, repletas de libros de todos los tamaños y colores. En el estrecho pasillo, mapas antiguos con bordes deshilachados colgaban de las paredes, marcados con chinchetas de colores que parecían seguir algún patrón secreto.

“Soy profesor jubilado”, dijo Emilio mientras guiaba a Ramón hacia el baño. “De Geografía, aunque mi verdadera pasión siempre fue la literatura. Por si no se nota”, añadió con una sonrisa que le arrugó toda la cara.

La puerta del baño, efectivamente, estaba atascada. Ramón la empujó con el hombro y cedió con un crujido revelando un cuarto de baño sorprendentemente normal, salvo por la pila de libros amontonados junto al bidé.

Como agradecimiento, Emilio le ofreció una cerveza bien fría. “No tengo mucha compañía estos días”, confesó mientras sacaba dos botellas de una nevera minúscula escondida entre estanterías. “Mi mujer murió hace cinco años y la verdad es que agosto siempre se me hace muy largo”.

Ramón miró alrededor mientras sorbía su cerveza. La sala principal era un caos organizado: dos sofás gastados pero cómodos frente a un ventanal enorme que daba a la calle, mesas llenas de libros abiertos y marcados con post-its, y en una esquina, lo que parecía ser un pequeño telescopio apuntando hacia el cielo.

”¿Te gusta leer?”, preguntó Emilio siguiendo su mirada.

Ramón negó con cierta vergüenza. “La verdad es que no mucho. En el instituto nos mandaban muchos clásicos y...”

”¡Error garrafal!”, exclamó el viejo profesor, levantándose con una agilidad sorprendente. Recorrió las estanterías con dedos expertos hasta sacar un volumen grueso con el lomo desgastado. “El conde de Montecristo. Alexandre Dumas. ¿Lo has leído?”

Ramón titubeó. “Creo que ví la película...”

Emilio puso los ojos en blanco de forma tan dramática que resultó cómica. “Por todos los santos, muchacho. Siéntate ahí”, señaló uno de los sofás, “y lee el primer capítulo. Luego hablamos”.

Antes de que Ramón pudiera protestar, el anciano añadió: “A cambio, te invito a un arroz con bogavante. Hago uno bastante decente, si me permites el autoelogio. Y viene mi nieta Laura, que tiene tu edad y también está tan aburrida que se está leyendo la guía telefónica”.

La lectura del primer capítulo fue más fluida de lo que Ramón esperaba. Cuando levantó la vista, descubrió a Emilio observándolo con una sonrisa de satisfacción. ”¿Ves? No muerden. Las palabras solo piden un poco de atención”.

Laura llegó al mediodía con una botella de vino tinto y el pelo castaño recogido en una coleta desaliñada. Tenía las rodillas raspadas - “Me caí patinando ayer en el Turia” - y unos ojos verdes que parecían cambiar de tono con la luz.

“Abuelo me dijo que no habías leído el Montecristo”, le soltó a Ramón mientras pelaban gambas juntos en la pequeña cocina. ”¿En qué cueva te han criado?”

Emilio cocinaba murmurando sobre Edmond Dantès y la perfección de su venganza, mientras el aroma del azafrán y el marisco llenaba el piso. A través del ventanal, Valencia ya no parecía tan vacía: Ramón distinguía ahora a la pareja de turistas alemanes que se perdía sistemáticamente cada tarde, al gato naranja que dormitaba sobre el coche aparcado en doble fila, a la anciana del tercero que regaba sus geranios en pijama a las once de la mañana.

Los días siguientes cayeron uno tras otro como las páginas de un buen libro. Ramón aparecía por la mañana con café recién comprado, Laura llegaba después del trabajo (era becaria en un museo) y juntos ayudaban a Emilio a organizar su biblioteca caótica.

“Los libros”, dijo dejando la bebida sobre un atlas abierto, “siempre encuentran a sus lectores. Y a veces, de paso, les encuentran compañía””

La última semana de agosto los encontró terminando la sección de viajes de Asia. Laura se subió a una escalera de mano para alcanzar un ejemplar de “El viaje a Oxiana” de Robert Bayron, y Ramón, sin pensarlo, la sostuvo por la cintura.

“Ojalá septiembre no llegue nunca”, susurró ella, pasando los dedos por el lomo de un libro sobre Venecia.

Emilio, que los observaba desde el umbral con dos vasos de horchata, sonrió como un hombre que acababa de ganar una apuesta secreta.

“Los libros”, dijo dejando la bebida sobre un atlas abierto, “siempre encuentran a sus lectores. Y a veces, de paso, les encuentran compañía”.

Fuera, en la calle Mayor, las primeras hojas secas de los plátanos empezaban a caer, anunciando un final que ninguno de los tres quería nombrar, ni deseaban.