Fin de curso

Breves relatos de verano

Fin de curso
Everilda Ferriols
Bibliotecaria

Era una noche de primavera del año 79, no recuerdo el día ni el mes, quizá junio, en la pista de baile de una discoteca que hace muchos años que ya no existe, en la Alameda. A nuestro alrededor giraban pequeñas luces de colores proyectadas por los diminutos cristales de una bola brillante colgada del techo. Nos protegía de las miradas de los otros esa extraña mezcla de brillo y penumbra. Los Bee Gees cantaban Too Much Heaven con sus vocecitas de gato de película de dibujos animados y yo, por fin, bailaba con él.

Dibujo de dos jóvenes en una discoteca

Dibujo de dos jóvenes en una discoteca

LVE

“Nobody gets too much heaven no more…”

Tenía que ser esa noche, ese era el momento. Lo había estado esperando desde que empezó el curso y descubrí sus deslumbrantes ojos azules. Lo demás no parecía demasiado importante. No recuerdo que fuera muy listo, ni muy simpático, ni si le gustaban los libros, le interesaba la política o el fútbol o ninguna de las tres cosas.

En clase se me iba el santo al cielo contemplando su perfil perfecto sobre el fondo de la ventana. Se sentaba dos filas delante de mí un poco a la izquierda. Los profesores a veces me llamaban la atención pidiéndome que volviera de regreso al aula y dejara de examinar las nubes. Allí no iba a encontrar el secreto de cómo resolver una integral o en qué consistía el imperativo categórico.

Todo el mundo en el colegio se había dado cuenta de lo mucho que me gustaba, o eso temía y a la vez esperaba yo. Tonteábamos en el patio. Nos hacíamos confidencias, nos reíamos mucho, fingíamos peleas y desafíos…

Éramos amigos, pero tenía la esperanza de gustarle -por qué si no tantas llamadas de teléfono, tantas bromas- y el deseo intenso y difuso de que pasara algo más.

Éramos amigos, pero tenía la esperanza de gustarle -por qué si no tantas llamadas de teléfono, tantas bromas- y el deseo intenso y difuso de que pasara algo más”

Y esa noche, en la fiesta de fin de curso, tenía que llegar el momento. Después se abría la incógnita de un larguísimo verano.

Me había pedido bailar una canción lenta. Estaba segura de que iba a besarme. Él sería el primero.

“Nobody gets too much love anymoooore”

Me había mirado un millón de veces en el espejo antes de salir de casa. Llevaba un vestido ajustado y corto que me encantaba, me había pintado los ojos como una actriz de los años treinta, calzaba sandalias planas porque él no era muy alto y lucía la melena, recién lavada, suelta y brillante como las modelos de los anuncios. Pensaba que estaba muy guapa e iba a conseguir resultarle irresistible, tanto que así vencería su timidez. Y por eso estábamos bailando abrazados. Me sentía feliz, asustada y pletórica. Me preocupaba no saber devolver el beso. No había querido preguntar a amigas más experimentadas. Hubiera supuesto reconocer ante ellas mi ignorancia.

“Love is such a beautiful thiiiing…”

De repente, una luz, esta interior, se abrió paso como un rayo, entre mis dulces pensamientos. Mi torpeza habitual, ahora ya legendaria, no podía abandonarme ni siquiera en ese momento y recordé que llevaba un chicle de menta en la boca. Había olvidado tirarlo al entrar en la fiesta.

¿Qué iba a hacer? Que me viera quitármelo me haría parecer ridícula. Disimular la operación con un golpe de tos o un estornudo lo mismo. ¿Por qué, Dios mío? Esas cosas solo me pasaban a mí. Bueno, solo había una solución. Me tragué el chiclé, a pesar de haber escuchado mil veces que hacerlo era peligroso, y seguí esperando ese beso seguro.

“It´s as high as a mountain

And harder to cliiiiiimb”

Y acabó la canción, y él sonrió pícaro, como siempre, y se marchó a bailar con otra.

El caso es que, tantos años después, recuerdo mucho mejor esa noche, esas luces, esa canción, esos ojos, que los de mi primer beso.

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