Excluidos por decreto digital

Diario de València

Excluidos por decreto digital
Periodista

Vivimos inmersos en una revolución digital que avanza a un ritmo frenético, prometiendo eficiencia, inmediatez y un mundo de posibilidades al alcance de un clic. Sin embargo, esta narrativa triunfalista esconde una realidad cruda y profundamente injusta: la de miles de personas mayores que, lejos de ser impulsadas por esta ola, son arrastradas por ella, ahogándose en un mar de códigos, contraseñas y procesos ininteligibles. No se trata de una simple resistencia al cambio; se trata de una exclusión sistemática, una violenta ruptura del contrato social que deja en la cuneta a quienes construyeron el mundo del que hoy disfrutamos.

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Personas mayores aprendiendo a manejar el ordenador

EUROPA PRESS / Europa Press

La experiencia en nuestro entorno más cercano es el testimonio más elocuente. Familiares míos, que durante décadas pagaron sus recibos en el banco y resolvieron sus gestiones con una carta o una visita a la oficina, se encuentran ahora ante una puerta casi cerrada. No pocas administraciones públicas y grandes corporaciones privadas —desde la compañía de la luz hasta la del gas o el teléfono— han trasladado sus servicios a un espacio etéreo llamado “online”. De la noche a la mañana, se presupone que todo ciudadano debe poseer un ordenador, una conexión a internet estable y, lo que es más grave, dominar una metodología farragosa y contraintuitiva. 

El móvil, que para muchos es una extensión de la mano, se convierte para ellos en una fuente de frustración. Las pantallas táctiles son imprecisas, las tipografías diminutas son ilegibles, y las aplicaciones, diseñadas para nativos digitales, son auténticos laberintos para ellos. Incluso para quienes nos manejamos con soltura, procesos como adjuntar un documento, rellenar un formulario web o autenticarse con un certificado digital pueden ser una odisea. Para una persona mayor, con posible deterioro de la vista o la motricidad fina, sin la cultura digital asimilada, es simplemente una misión estresante.

El verdadero drama estalla cuando surge un problema. Un corte de suministro injustificado, un cargo desorbitado en la factura, un error en los datos. Situaciones que antes se resolvían con una llamada o una visita ahora se convierten en un calvario. Las líneas telefónicas de atención al cliente son un sarcasmo: música en bucle, mensajes automatizados que derivan en callejones sin salida y esperas interminables (en ocasiones durante horas) que devoran su tiempo y su paciencia, para terminar, en el mejor de los casos, con una respuesta insatisfactoria. La gestión “analógica” ha sido desmantelada deliberadamente, y la presencial, reducida a la mínima expresión o eliminada por completo.

Un corte de suministro injustificado, un cargo desorbitado en la factura, un error en los datos. Situaciones que antes se resolvían con una llamada o una visita ahora se convierten en un calvario”

Ante este muro kafkiano, su única tabla de salvación son hijos, nietos o familiares más jóvenes. Se ven forzados a depender de ellos, a molestarles, a sentirse una carga. La autonomía por la que lucharon toda su vida se esfuma, sustituida por una humillante dependencia tecnológica. La preocupación se instala en sus hogares: ¿llegará la factura? ¿He pagado lo correcto? ¿Qué pasará si algo falla? Esta angustia constante es el precio invisible de una digitalización que no los tiene en cuenta.

Y, sin embargo, el mundo sigue girando, cada vez más rápido. La digitalización se acelera sin pausa, impulsada por el mantra de la reducción de costes y la optimización, pero con una ceguera voluntaria hacia el coste humano. Parece que no importan. Que no existen. Se les trata como un residuo demográfico, un lastre para la imparable marcha del progreso. La velocidad digital no está para esperar a que aprendan, para ofrecer recursos alternativos o para mantener canales de atención accesibles. Se da por sentado que o se suben al tren o se quedan para siempre en el andén.

Esta no es una crítica al avance tecnológico, que es imparable y puede ser positivo. Es una denuncia contra la deshumanización con la que se está implementando. Es una acusación directa a las instituciones y empresas (hay dignas excepciones) que, al priorizar el beneficio económico sobre la inclusión y la responsabilidad social, están condenando a una generación entera a la irrelevancia cívica y a la impotencia. Es un fracaso colectivo que nos habla de nuestra falta de empatía y de nuestra amnesia histórica.

La brecha digital no es solo una cuestión de falta de habilidades; es una cuestión de derechos. El derecho a acceder a los servicios básicos, a relacionarse con la administración, a defender sus intereses como consumidores y a vivir con dignidad y autonomía. Ignorar esto no es un simple descuido; es una forma de violencia silenciosa, una manera de decirles que su tiempo ha pasado y que ya no son necesarios. Como sociedad, tenemos la obligación moral de gritar que no es así. De exigir una digitalización inclusiva, con opciones reales, con atención humana y presencial, y con el respeto que se merecen quienes, después de todo, nos enseñaron a nosotros cómo vivir. No dejarlos atrás no es caridad; es justicia.

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