Illa en València

Diario de Valéncia

Illa en València
Periodista

Salvador Illa lanzó ayer en València un mensaje que llevamos escuchando desde hace décadas: “Catalunya y la Comunidad Valenciana no deben vivir de espaldas”. Una declaración de intenciones tan bienintencionada como recurrente. La hemos oído en boca de presidentes de la Generalitat catalana, de la Generalitat valenciana, de ministros de Madrid e incluso de empresarios. Y, sin embargo, la evidencia es que esa relación institucional nunca termina de concretarse. Desde el mismo nacimiento de las autonomías, la fractura ha estado ahí, con altibajos, pero siempre presente.

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Salvador Illa con Diana Morant ayer en València

Biel Aliño / EFE

La paradoja es doble. Porque mientras los discursos oficiales insisten en la dificultad de tejer complicidades, la realidad económica y social va por otro camino. La Comunitat Valenciana es el segundo principal cliente de Catalunya, y Catalunya es, a su vez, el primero de la Comunitat Valenciana. Las cifras de intercambio comercial, turístico y cultural son apabullantes. Decenas de miles de personas van y vienen a diario por motivos de trabajo, de ocio o de familia. Y lo hacen sin sentir esa frontera invisible que tanto parece obsesionar a la clase política.

Lo absurdo es que, en paralelo a esta vida real que discurre con absoluta normalidad, las instituciones se empecinen en mirar hacia otro lado. Sirva un ejemplo cercano: hace apenas un año, Carlos Mazón viajó a Barcelona para participar en un acto del Círculo Equestre, organizado con la colaboración de La Vanguardia. Fue una visita con eco mediático, con presencia empresarial, con fotos y declaraciones. Pero sin encuentro institucional. 

Mientras los discursos oficiales insisten en la dificultad de tejer complicidades entre Catalunya y la Comunidad Valenciana, la realidad económica y social va por otro camino”

Algo parecido acaba de ocurrir con Salvador Illa. Ha estado en València invitado por Prensa Ibérica, en un acto político y mediático de relieve. Tampoco esta vez hubo espacio para un contacto oficial, ni siquiera unos minutos de cortesía institucional. La anécdota lo dice todo: dos territorios que viven intensamente conectados y que, sin embargo, mantienen su oficialidad en compartimentos estancos.

La consecuencia más visible de esta fractura se llama corredor mediterráneo. No hay proyecto más estratégico, más urgente, más compartido entre Catalunya y la Comunitat Valenciana que esta infraestructura ferroviaria. Y, sin embargo, no existe un impulso conjunto de ambas administraciones. Cada cual reclama por su lado, con declaraciones que suenan como ecos lejanos. No es el caso de sus sociedades civiles, sus empresarios, que han sabido unir fuerzas. Bueno, a decir verdad, y como reconoció el propio Illa, han sido los empresarios valencianos los que, desde el principio, más han presionado por esta infraestructura. Esta falta de colaboración institucional ha influido, ineludiblemente, en que este corredor haya tardado demasiado en acelerar unas obras que ahora sí avanzan a buen ritmo con Josep Vicent Boira de comisionado.

A esta distancia se le añade un elemento siempre presente, que actúa como telón de fondo inevitable: la lengua. La unidad del catalán y el valenciano ha sido, desde los primeros años de autonomía, el pretexto recurrente para dividir y alimentar recelos. Los sectores más conservadores valencianos, y no solo ellos, han hecho bandera del rechazo a esa unidad. Y de ese modo, lo que debería ser un punto de encuentro cultural, una riqueza compartida, se ha convertido en arma arrojadiza. El resultado: cada visita de un líder catalán a València, o de un president valenciano a Barcelona, se observa bajo el prisma de esta eterna polémica identitaria.

Y, sin embargo, la historia demuestra que las cosas pueden ser diferentes. Ahí está el ejemplo de Eduardo Zaplana, que tuvo una excelente relación política y personal con Jordi Pujol. O el de Ximo Puig, que siempre buscó canales de entendimiento con los presidentes catalanes de su tiempo. Que Mazón acuda a Catalunya o que lo hiciera Puig —como antes lo hicieron Lerma o Camps— es positivo. Debería verse con absoluta normalidad. Igual que debería celebrarse que Illa o cualquier otro president catalán venga a València. Lo contrario es infantilizar las relaciones políticas y condenarlas a un eterno juego de gestos vacíos.

La realidad es que, más allá de la política, las relaciones entre catalanes y valencianos discurren sin sobresaltos. El turismo fluye en ambas direcciones; las universidades cooperan en proyectos conjuntos; los festivales de música cruzan públicos con naturalidad; las empresas, grandes y pequeñas, se buscan para crecer. Y, sobre todo, hay un intercambio humano constante, cotidiano, que ignora la fractura institucional. Lo saben bien quienes hacen cada semana la ruta entre Barcelona y València, en coche, tren o avión, sin sentir nunca que crucen una frontera cultural.

Quizá Illa tenga razón al insistir en que hay que superar esta situación. Pero las palabras, después de tantos años, resultan huecas si no se acompañan de gestos concretos. Hace falta valentía para sentarse, para pactar, para defender intereses comunes en Madrid y en Bruselas. Hace falta que los presidentes de ambos territorios entiendan que el Mediterráneo no termina en el Sénia, y que compartimos algo más que kilómetros de autopista. Lo contrario es resignarse a que esa frontera invisible siga condicionando el discurso político mientras la vida real, con su imparable sentido común, avanza por libre. Y eso, a estas alturas, ya no es absurdo: es sencillamente imperdonable.

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