A las siete de la mañana, cuando el mercado de Serraperera arranca como lo lleva haciendo desde hace décadas, Roser Puigdellívol levanta la persiana de Congelats Canigó, en Cerdanyola. El gesto es automático, aprendido a base de repetirlo durante años, pero detrás hay algo más que rutina: hay responsabilidad, números que cuadrar y una sensación de estar luchando constantemente contra el propio sistema. Roser no solo vende congelados, también es autónoma, gestiona un negocio familiar con casi medio siglo de historia y asume, en solitario, los costes y las incertidumbres de mantenerlo vivo.
“Ser autónoma hoy en día es complicadísimo”, asegura en una entrevista para Guyana Guardian. No lo dice desde la queja, sino desde la experiencia de quien conoce bien la letra pequeña del sistema. Cuotas mensuales que no entienden que puede haber meses más flojos, inversiones obligatorias que llegan sin previo aviso y un consumo energético disparado que, en su caso, es imposible reducir: “Los congeladores gastan mucha electricidad. Si se va la luz, es un problema serio, y ayudas hay pocas. Y cuando las hay, muchas veces no entras”, explica.
Un negocio familiar
Preocupación por la falta de relevo generacional
El negocio de Roser no nació como una apuesta personal, sino como una herencia laboral. Fue su madre quien abrió la parada hace 48 años, cuando el congelado era casi una rareza y muchos clientes desconfiaban de aquel producto que no entendían. Roser creció entre cámaras frigoríficas, cajas y conversaciones de mercado, y hoy es ella quien sostiene el relevo, pero reconoce que no es fácil imaginar quién vendrá después. “A los jóvenes les cuesta entrar en un mercado. Los horarios, trabajar los sábados, madrugar… no lo ven atractivo”, apunta.
Tras casi 50 años, ‘Congelats Canigó’ sigue al frente del mercado de Cerdanyola
Además, a esa falta de relevo se le suma un contexto cada vez más exigente para los pequeños comercios y los autónomos: cambios normativos constantes, nuevas exigencias tecnológicas y gastos que llegan sin margen de adaptación. “Ahora hablan del V erifactu, que se ha aplazado hasta 2027, pero llegará. Cambiar balanzas cuesta unos 2.000 euros cada una. Todo suma”, dice. Por eso, cada inversión es una decisión que se toma con cuidado, pues saben que no siempre hay red de seguridad.
La paradoja es que, pese a todo, el mercado sigue siendo un espacio de confianza y fidelidad. Roser lo ve cada día en las clientas que vuelven, en quienes compran menos cantidad pero mejor producto y en las conversaciones que no se dan en un gran supermercado: “Aquí hay trato, hay consejo, hay relación. La gente prueba y repite. Es esa relación humana la que, de algún modo, compensa el esfuerzo”, explica.
Hay momentos en que te planteas si seguir o no, porque no te lo ponen fácil
Pero incluso esa recompensa emocional no siempre basta para disipar las dudas. “Hay momentos en que te planteas si seguir o no, porque no te lo ponen fácil. Y si las tiendas pequeñas desaparecen, al final quedarán solo los supermercados grandes y la compra online”, reflexiona. No lo dice como una amenaza, sino como una observación realista de hacia dónde se mueven los hábitos de consumo.
Aún hoy, la gente sigue yendo al mercado porque sabe que es el lugar donde se encuentran los productos de calidad.
Porque trabajar en el mercado implica aceptar ritmos que no se ajustan al discurso moderno sobre conciliación o flexibilidad. Son jornadas largas, de lunes a sábado, con picos de estrés muy marcados en campañas como la Navidad. “Es cansado, es intenso, pero también es bonito”, matiza. Diciembre, especialmente, concentra lo mejor y lo peor del oficio: más trabajo, más presión… y también más contacto con la gente.
Para ella, su situación no es ideal, ni mucho menos, pero ama su trabajo porque, aunque sabe que su negocio no la hará rica, le da una identidad que valora mucho: “Es un orgullo seguir el negocio de mis padres y ver que, tantos años después, seguimos aquí”, dice. Mantener la persiana subida no es solo una cuestión económica, sino también una forma de resistencia cotidiana y de saber que alguien tiene que seguir sosteniendo ese pequeño ecosistema que aún, —y por suerte— sobrevive entre pasillos de mercado, cámaras frigoríficas y conversaciones que no caben en un carrito de supermercado.

