Los datos no se borran, pero lo que hacemos con ellos sí puede hacerlo todo más difuso. Esa es la advertencia que se extrae del concepto de deuda cognitiva, un fenómeno del que se empieza a hablar con más fuerza en entornos científicos, y que apunta a una consecuencia concreta: cuanto más delegamos nuestras funciones mentales en herramientas automáticas, menos usamos los circuitos cerebrales que sostienen la atención, la memoria o la capacidad de análisis.
En el Instituto Tecnológico de Massachusetts quisieron comprobar si esa idea podía medirse con precisión. Para ello, monitorizaron la actividad cerebral de 54 estudiantes mientras realizaban una tarea en tres condiciones distintas: redactando por su cuenta, buscando información en Google o escribiendo con ayuda de ChatGPT.
El estudio detectó que, en el último caso, la actividad del cerebro descendía hasta un 55 % en zonas asociadas a procesos clave como la creatividad o el pensamiento crítico. Esa disminución se mantuvo incluso después de dejar de usar la herramienta.
Aunque quienes se apoyaron en inteligencia artificial completaron las tareas un 60 % más rápido y con un 32 % menos esfuerzo, apenas recordaban lo que habían escrito unos minutos después. El 83 % no fue capaz de identificar su propio texto cuando se les mostró de nuevo.
A ese deterioro progresivo, los investigadores lo llamaron deuda cognitiva: un proceso en el que se pierde destreza mental al ceder funciones que antes exigían concentración o razonamiento.
Autonomía cerebral
Las zonas del cerebro que más se apagan también son las más necesarias
La psicóloga Patricia Ramírez abordó este mismo asunto en una publicación de su canal de Instagram. Según explicó, el problema no está en usar tecnología, sino en dejar de activar las estructuras cerebrales que permiten aprender, crear o retener ideas: “Cuanto más pensamos que una máquina lo hará por nosotros, menos ejercitamos nuestro propio cerebro”.
Ese descenso en el esfuerzo mental, aunque pueda parecer útil a corto plazo, implica una pérdida funcional. Las áreas cerebrales más afectadas por esa desactivación progresiva son las vinculadas con la toma de decisiones, la organización de la información o el uso del lenguaje.
No se trata solo de recordar menos, sino de entender peor lo que se hace. Y los efectos, advierten los expertos, no desaparecen con solo apagar la pantalla. ”Y si la inteligencia artificial nos estuviera volviendo más tontos?”, se preguntó. La deuda, al parecer, se acumula aunque no se vea. Y no se paga con datos, sino con funciones que tardan más en volver cuanto menos se entrenan.