En la actualidad, los dispositivos digitales están tan integrados en la vida que resulta difícil imaginar una infancia sin pantallas. Desde móviles y tablets hasta ordenadores y consolas, el entorno digital se ha convertido en escenario habitual de juego, aprendizaje y socialización. Pero a medida que crece su presencia, también lo hacen las dudas y preocupaciones sobre sus efectos en el desarrollo emocional, social y neurológico de los más pequeños.
El uso de pantallas no es negativo. Las tecnologías ofrecen oportunidades muy positivas: acceso a información, conexión con otros, estímulos… Pero cuando su uso es excesivo o sustituye experiencias importante para el crecimiento, los riesgos pueden superar a los beneficios. ¿Cuáles son esos efectos? ¿Cómo reconocer las señales de alerta? ¿Qué pueden hacer las familias para acompañar mejor?
Para responder a estas preguntas, conversamos con Mariana Capurro, psicóloga especializada en desarrollo infantil y adolescente. Con años de experiencia clínica y una mirada equilibrada, Capurro invita a dejar de ver las pantallas como el enemigo, y empezar a pensar en cómo mediar su uso desde la presencia, el vínculo y el ejemplo adulto.
¿Cuáles cree que son los principales efectos de un uso excesivo de pantallas en la salud mental infantil?
El uso excesivo de pantallas en la infancia y la adolescencia es uno de los temas que más preocupa hoy en día tanto a familias como a profesionales de la salud mental. Si bien las tecnologías digitales ofrecen oportunidades educativas, de conexión y entretenimiento, su uso desmedido y sin supervisión puede tener consecuencias significativas en el desarrollo emocional, social y neurológico de los niños.
Niños desayunando con el móvil
Cuanto más tiempo pasan los niños frente a las pantallas, menos oportunidades tienen de enfrentarse a situaciones reales
Uno de los efectos más relevantes es el impacto en la regulación emocional. Cuanto más tiempo pasan los niños frente a las pantallas, menos oportunidades tienen de enfrentarse a situaciones reales que les permitan desarrollar tolerancia a la frustración, habilidades sociales o manejo del aburrimiento. Las pantallas muchas veces funcionan como un anestésico emocional: calman, distraen, entretienen, pero no enseñan a gestionar las emociones.
Además, existen estudios que han vinculado el uso excesivo de dispositivos digitales con un aumento en síntomas de ansiedad, depresión y trastornos del sueño. Más de dos horas diarias de pantalla en niños se asocia con un menor rendimiento en habilidades cognitivas y del lenguaje. También sabemos que el sueño se ve claramente afectado, tanto por el tiempo que se pasa conectado como por la estimulación lumínica que altera el ritmo circadiano.
¿Y cómo les afecta esa exposición constante?
La exposición constante a imágenes idealizadas y a la comparación permanente puede deteriorar la percepción que los niños y adolescentes tienen de sí mismos, y hacerlos más vulnerables a buscar validación externa. Es decir, hay un impacto en la autoestima.
Hay que designar espacios y momentos sin pantallas, como las comidas familiares, el trayecto al colegio o la hora antes de dormir
Por eso, teniendo en cuenta que el tiempo recomendado de pantallas para menores de 6 años es 0 minuto al día, en los más grandes tenemos que pensar que más que prohibir las pantallas, es importante acompañar el uso que hacen de ellas, establecer límites saludables, generar espacios de conversación sobre lo que consumen y, sobre todo, dar el ejemplo como adultos.
Un niño que crece en un hogar donde se valora la presencia, el juego compartido y la conexión real, tendrá mejores herramientas para autorregularse y elegir de forma más consciente cómo se relaciona con lo digital. Las pantallas no son el enemigo, pero necesitan mediación, presencia adulta y equilibrio para no convertirse en un obstáculo en el desarrollo saludable de nuestros hijos.
¿Qué estrategias recomienda para establecer un equilibrio saludable entre el uso de dispositivos y el tiempo fuera de las pantallas en la vida familiar?
Establecer un equilibrio saludable entre el uso de dispositivos y el tiempo fuera de las pantallas es un desafío cada vez más común en las familias, especialmente en un mundo tan digitalizado. Pero no solo es posible, sino también necesario para el bienestar emocional, físico y social de los niños.
Hay algunas ideas que podrían ayudar. En primer lugar, crear rutinas claras y coherentes: los niños se benefician enormemente de la previsibilidad. Establecer horarios fijos para el uso de pantallas (por ejemplo, solo después de hacer los deberes o durante un tiempo determinado el fin de semana) les da seguridad y estructura. Cuanto más claras sean las reglas, menos conflictos surgirán.
Niña comiendo sopa con el móvil
En segundo lugar, priorizar momentos libres de tecnología: designar espacios y momentos sin pantallas, como las comidas familiares, el trayecto al colegio o la hora antes de dormir, ayuda a recuperar la conexión entre los miembros de la familia.
A su vez, fomentar actividades atractivas: muchas veces el uso excesivo de pantallas se debe al aburrimiento o a la falta de opciones. Ofrecer actividades estimulantes como juegos de mesa, salidas al aire libre, manualidades, lectura o incluso cocina en familia, ayuda a equilibrar el tiempo. No se trata solo de “quitar pantallas”, sino de “llenar de calidad ese espacio”.
¿Qué papel juegan los padres en enseñar hábitos digitales saludables?
Es importante que los adultos den ejemplo: los niños observan más de lo que escuchan. Si como adultos pasamos mucho tiempo en el móvil, será difícil que entiendan por qué deben limitar el suyo. Mostrar hábitos equilibrados, como dejar el móvil cuando estamos presentes, favorece la imitación de modelos saludables.
Además, es importante conversar sobre el uso de la tecnología: en lugar de imponer límites de forma autoritaria, es muy útil dialogar con ellos sobre cómo se sienten cuando usan pantallas, qué contenidos consumen, qué les gusta y qué no. Así los ayudamos a desarrollar un uso más consciente y crítico de la tecnología.
Y por último, establecer un “plan familiar digital”: una herramienta muy útil puede ser crear un pequeño acuerdo familiar donde todos (niños y adultos) participen en definir los tiempos de uso de dispositivos, los momentos en que no se usarán, y qué se espera de cada uno. Este tipo de pactos fomentan el compromiso y reducen los conflictos.
Este enfoque también se refleja en uno de los posts compartidos de Capurro en redes sociales, donde advierte sobre un hábito muy común: comer frente a una pantalla. “Lo que parece inofensivo puede estar afectando a su salud, comportamiento y desarrollo”, escribe. “Comer frente a una pantalla fomenta el comer sin conciencia. El cerebro entra en piloto automático: no saborean la comida, no sienten cuando están llenos, solo mastican y tragan”.
Según la psicóloga, “las pantallas roban conversaciones. Y con ellas, también historias familiares, carcajadas o momentos de conexión”. El cerebro infantil, recuerda Capurro, no puede hacer multitarea real. “Si come con pantallas, aprende a distraerse siempre… y su capacidad de concentración se resiente a largo plazo”.
Lo que parece que genera comodidad, termina enseñando a aislarse en lugar de conectar. “Tus hijos no solo comen con pantallas… las pantallas comen su atención, su salud y su conexión contigo”. ¿La solución? Simple: quitar la pantalla, poner atención y conversación, y hacer de la mesa un espacio de encuentro.


