París, 1901. Berthe Weill abría su primera galería de arte con solo tres ideas claras: que no tenía nada que perder porque nada tenía, que aguantaría como fuese, y su programa artístico, resumido en una frase: “Place aux jeunes!” (¡Abran paso a los jóvenes!).
Esos jeunes fueron Pablo Ruiz Picasso, Amedeo Modigliani, Henri Matisse, Marc Chagall, Diego Rivera, André Derain, Maurice Utrillo, Raoul Dufy, Fernand Léger, Henri de Toulouse-Lautrec, Paco Durrio, Francis Picabia, Kees van Dongen, Aristide Maillol, Georges Braque, Pierre Bonnard, Giorgio de Chirico, Robert Delaunay, todos los fauvistas, la escuela de París, Suzanne Valadon... Y así hasta más de 400 creadores, del impresionismo al cubismo, que quizá nunca hubieran encontrado espacio en las galerías clásicas si antes no se hubieran consagrado gracias al osado ojo de mademoiselle Weill.
‘Retrato de la pintora Émilie Charmy’, 1908. Pierre Girieud. Charmy fue muy probablemente la persona que escondió a Weill de los nazis durante la ocupación, en su taller de pintura
Berthe Weill mantuvo su máxima durante cuarenta años, incluidas dos guerras mundiales y un crac bursátil, en un mundo de hombres donde ella no fue la primera mujer, pero sí la pionera en apoyar a los modernistas. Aunque no se hizo rica ni famosa, fue querida y admirada por creadores, coleccionistas, críticos —no todos— y sus propios colegas galeristas, que llegaron a conocerla como “la madre del modernismo”. Fue la primera persona que vendió obras de Picasso en París y la única que exhibió cuadros de Modigliani en vida del artista, unos desnudos que levantaron un escándalo monumental. Y promocionó por igual a mujeres y hombres, si creía en su talento.
“Place aux jeunes!” (¡Abran paso a los jóvenes!) fue su máxima, que mantuvo durante cuarenta años, incluidas dos guerras mundiales y un crac bursátil
Pero otros se lucraron con su esfuerzo, cuando sus protegidos ganaron fama y accedieron a la protección de los marchantes canónicos. Una exposición en el Museo de l’Orangerie de París, fruto de una investigación conjunta de esta institución, del Museo de Bellas Artes de Montreal y del Museo de Arte Grey de la Universidad de Nueva York, con el apoyo inestimable de Marianne Le Morvan, fundadora y directora de los archivos Berthe Weill, rescata su figura del olvido.
El dibujante español César Abín publicó en 1932 una curiosa obrita, Leurs figures, 56 portraits d’artistes, critiques et marchands d’aujourd’hui (Sus figuras, 56 retratos de artistas, críticos y marchantes de hoy), donde caricaturizaba el mundo del arte parisino. Berthe Weill abre el libro: sentada maternalmente en una silla, su figura agigantada —ella, que apenas medía metro y medio—, vestida con una bata y rodeada de cinco de sus hijos que amorosamente posan sus manos en ella: Picasso, Braque, Chagall, Derain y Léger. La escena transmite una ternura hacia ella que no se observa en las caricaturas de otros galeristas e ilustra su papel de protectora de los novísimos.
‘30 años o la vida en rosa’, 1931, de Raoul Dufy, un habitual de la galería Weill que con este cuadro celebraba el trigésimo aniversario del negocio
Cuando Weill decía en 1901 que no tenía nada que perder no exageraba. Nació en 1865 en el seno de una familia judía de origen alsaciano muy humilde —su padre era trapero, y su madre, costurera, pero tuvo que dejar de trabajar para atender a su numerosa prole: Berthe fue la quinta de siete hermanos—, y como todos en su casa tuvo que arrimar el hombro tan pronto como le fue posible, a pesar de una mala salud que arrastró toda la vida y que compensó con una voluntad de hierro.
Con apenas 15 años, hacia 1880, entró como aprendiz en la tienda de un primo lejano, Salvator Mayer, comerciante de grabados, pinturas y muebles antiguos en la Rue Laffitte, en el distrito IX de París, el corazón del comercio del arte de la época. De Mayer lo aprendió todo sobre arte y antigüedades. Allí se formó para emprender su propio negocio cuando él falleció, en 1896. Con el apoyo de la viuda de su mentor, y asociada con su hermano Marcellin, encontró un pequeño local en el 25 de la Rue Victor-Massé, en el mismo distrito IX, donde comenzó.
En 1901 contacta con el agente de arte catalán Pere Mañach y, con su ayuda, su local, con solo seis metros para colgar cuadros, se convierte en la Galerie B. Weill
En 1901 contacta con el agente de arte catalán Pere Mañach y, con su asesoramiento, da el paso decisivo en su vida: el minúsculo espacio, con solo seis metros de riel para colgar cuadros, se convierte en la Galerie B. Weill, que inaugura el 1 de diciembre con esculturas del español Paco Durrio y el francés Aristide Maillol. La colaboración duró solo unos meses, dado que Mañach tuvo que regresar a España en el verano de 1902.
Pero eso no la detuvo: la nómina de artistas que pasan por la sala en los primeros años quita el aliento hoy: Albert Marquet y Matisse están en las primeras exposiciones; luego vendrán Picasso, Dufy, Charles Camoin, Jean Puy, Francis Picabia, Kees van Dongen, Toulouse-Lautrec, Braque y tantos otros que ahora son indiscutibles, pero entonces, además de unos muertos de hambre, eran polémicos y nada comerciales; tanto que Weill tuvo que mantener la venta de antigüedades y libros para sobrevivir, empeñar joyas, vender parte de su colección... pero no desistió de su proyecto.
‘La habitación azul’, 1901. Picasso tenía 20 años y ni siquiera se había instalado definitivamente en París
En 1917, en plena Primera Guerra Mundial, un periodo de enorme penuria para ella y sus artistas, a algunos de los cuales tuvo que alimentar con desayunos a bajo precio, la galería se traslada al 50 de la calle Taitbout, en el mismo distrito IX, un gran espacio vetusto que tuvo que reformar asumiendo créditos. Y acabada la contienda, en 1920 Weill se instala en el 46 de la Rue Laffitte, todavía en el distrito IX, un local más amplio donde consigue mejorar su economía y dejar las antigüedades por fin.
Pero sigue sin enriquecerse, a pesar de reconocimientos como el del crítico André Warnod, quien en 1923 escribió que no entendía cómo era que la galerista no tenía “ante su puerta una limusina tan grande como una locomotora”: “Todos los pintores que hoy tienen un nombre, todos aquellos que han desempeñado un papel en el arte actual, fueron acogidos por ella [Weill] cuando apenas comenzaban sus carreras y nadie los apoyó”.
Todos los pintores que hoy tienen un nombre (...) fueron acogidos por ella [Weill] cuando apenas comenzaban sus carreras y nadie los apoyó”
El crac bursátil de 1929 fue un golpe más para el mercado del arte del que Weill no escapó. La obligó de nuevo a vender su colección privada, descrita por Warnod como “una colección de obras íntimas (...) pequeñas piezas encantadoras (...) firmadas con hermosos nombres y cada una con una dedicatoria cariñosa”. Eran regalos de sus protegidos de los que debió de costarle enormemente separarse.
En 1933 publicó sus memorias, Pan! dans l’oeil... (¡Pum! En el ojo...), un título que evoca la provocación del arte que siempre promovió Weill y el atrevimiento que puso en defenderlo. El tono es de un humor irónico, desmitificador pese a que repasa todos los grandes nombres del arte de su tiempo, iconoclasta sin entrar en revelaciones sobre los aspectos más privados, a los que aplica una discreción feroz, y en suma reivindicativo de los sacrificios necesarios para dar a conocer a los talentos jóvenes.
La ilustración de César Abín muestra a Weill rodeada de Picasso, Braque, Chagall, Derain y Léger y ejemplifica la relación maternal de la galerista con sus artistas
Weill no se recuperó nunca del todo de la crisis del 29 y, aunque hizo un esfuerzo en 1934 llevando su galería al 27 de la Rue Saint-Dominique, en el distrito VII, enlazó esa debacle con la Segunda Guerra Mundial y no levantó cabeza hasta abandonar la actividad, en 1941. Una fractura de fémur y la ley de Arianización que obligó a los comerciantes judíos a abandonar sus negocios o cederlos durante la ocupación nazi la abocaron al cierre. Tuvo la suerte de no ser denunciada gracias a que dejó su casa y se escondió, probablemente en el taller de la pintora Émilie Charmy, en la Rue de Bourgogne.
Después del conflicto bélico, y a la vista de la pobreza en que vivía Weill, el mundo del arte tuvo un bello gesto hacia ella: la Sociedad de Amantes y Coleccionistas de Arte organizó una subasta pública en su favor con obras cedidas por artistas, “en reconocimiento a los esfuerzos desinteresados que les han ayudado en sus inicios”, según consta en el panfleto de la convocatoria. Todavía recogería otros reconocimientos en vida: en marzo de 1948, con su salud declinando rápidamente, recibió el grado de Caballero de la Legión de Honor, y en diciembre del mismo año, la Academia Duncan acogió una exposición titulada Homenaje a Berthe Weill que contó con la presencia de “pintores famosos cuyos inicios fueron favorecidos” por ella.
Falleció el 17 de abril de 1951, con 85 años, en su casa de París. Después, su memoria fue ocultada por los mismos que se enriquecieron con los frutos de su lúcido criterio. La exposición Berthe Weill. Galerista de vanguardia, abierta hasta el 26 de enero en l’Orangerie de París, es un homenaje más, necesario y justo, a una mujer sin cuyo sacrificio la historia del arte moderno se habría escrito con otros nombres, quizá menos interesantes.

