Ya había anochecido cuando bajaron del camión de las mudanzas las últimas sillas y lámparas. En plena calle, bañadas por la luz de las farolas, esos objetos que me acompañan durante años parecían desnudos y absurdos, desprovistos de su función. Anhelaban su nuevo techo, tan desorientados como yo, porque cambiarse de casa equivale a tejer nuestra cartografía vital: cualquiera de nosotros podría estirar del hilo biográfico a través de las viviendas en las que hemos habitado. Sus pasillos, sus ventanas o su patio nos traen fogonazos de quienes fuimos allí. Al igual que los rincones que escogimos para leer, los armarios que nunca pudimos cerrar bien, o el paisaje nocturno que asomaba vestido de mil pequeñas luces.
No fue hasta pasada la medianoche cuando esos pequeños héroes que trasladan nuestras pertenencias de un lugar a otro instalaron las camas. Dormiríamos rodeados de pilas de cajas, polvo y caos, pero sentiríamos el frescor del espacio, todavía tiernas las molduras. Cuánto psiquismo encierra la puerta del hogar cerrada, a salvo. Gaston Bachelard recordaba aquellos versos de Jean Pellerin. “La puerta me olfatea, vacila” y los leía con un sentido mítico: un pequeño dios aguarda en el umbral.
De puertas adentro, edificamos una intimidad con formas que nos atraen
El mito del ojo tras la cerradura sigue muy presente en el imaginario universal: marca una línea de frontera que expresa la primitividad del refugio. De puertas adentro, edificamos una intimidad con colores y formas que nos atraen. Desde las alfombras que pisaremos a los espejos que reflejarán la luz, iremos construyendo un reino privado que nos identifica.
En este nuevo número de ‘Magazine Casa’ reunimos miradas, matices y diseños que aspiran a convertirse en objetos de deseo. Con ellos forjaremos una nueva corriente de afectos con la misma confianza del pájaro cuando construye su nido.


