Hedi Slimane, exdirector creativo de Celine, marca límites a su antigua firma

Fashion week

En un sector donde los diseñadores suelen irse en silencio, Slimane prefiere dejar una posdata

Hedi Slimane y Kaia Gerber en la fiesta anual de las mejores actuaciones de la revista W

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Kevin Mazur/Getty Images for W M

De todas las rarezas que la moda es capaz de producir —y son muchas— ninguna resulta tan insólita como que un diseñador decida hablar, en público, de la casa que ha dejado atrás. La última vez que ocurrió fue en 2013, cuando Nicolas Ghesquière se sentó con la estilista Marie-Amélie Sauvé para la revista System y se permitió comentar del final de su etapa en Balenciaga (poco después ficharía como director creativo de la línea femenina de Louis Vuitton). El revuelo fue tan grande que, desde entonces, la mayoría de las firmas se blindan en sus contratos para impedir revelaciones semejantes.

Claro que no todos los creativos tienen el mismo carácter ni la misma capacidad de imponer condiciones. Y Hedi Slimane, que abandonó Celine en octubre del año pasado, es quizá el más singular —el más enigmático, el más inclasificable— de los que siguen en activo, aunque hoy nadie pueda asegurar si volverá a trabajar en moda.

La semana pasada compartió en Instagram un comunicado escrito con la sobriedad de un testamento y el tono ambiguo de un brindis envenenado. Slimane asegura alegrarse de antemano de que la maison se reinvente con una “gramática fotográfica distinta”, pero a renglón seguido marca la línea roja: nada de reutilizar sus campañas, sus vídeos o su estilo visual. Lo plantea como un gesto de respeto hacia los nuevos equipos, aunque suena más bien como un recordatorio de que el archivo reciente de Celine sigue teniendo propietario.

La advertencia llega en un momento de transición. La primera colección de Michael Rider al frente de la firma, presentada en julio, mostró un corte más clásico, con siluetas amplias y una paleta de color más animada. También las campañas se alejan del blanco y negro diarístico de Slimane, buscando luz y amplitud. Pero la realidad es que una casa de moda no se reinventa en doce meses: las tiendas, el packaging y la web aún conservan su impronta. El comunicado parece escrito para subrayar esa distancia, como si Slimane quisiera despejar cualquier sospecha de continuidad involuntaria.

En LVMH, el conglomerado propietario de Celine, saben que a Hedi Slimane no conviene tomarlo a la ligera. Ya lo comprobó Kering (el otro gran holding de firmas de lujo) cuando su etapa al frente de Saint Laurent llegó a su fin en 2016. Tras una batalla legar de cuatro años, el Tribunal de Apelación de París dictaminó que la firma había reutilizado ilegalmente 103 de sus fotografías de campaña tras su salida, y la condenó a indemnizarlo con más de 600.000 euros. 

No fue su único triunfo judicial. También demandó al grupo por haber eliminado la cláusula de no competencia de su contrato, y un juez terminó ordenando una compensación de más de diez millones de euros. El mensaje de ahora no es, por tanto, una rabieta pasajera: es la prolongación de una estrategia coherente, meticulosa y obsesiva de control sobre su autoría.

Ese absoluto control es, al mismo tiempo, su mayor virtud y su mayor condena. En Celine llevó la obsesión hasta el límite: las fragancias se concibieron como parte de un “diario olfativo” íntimo, los bolsos recibieron nombres de direcciones vinculadas a su biografía, las campañas se presentaron como si fueran capítulos de su archivo privado. Y, sin embargo, esa apropiación radical terminó por darle a la maison un lenguaje claro, reconocible, comercialmente irresistible. 

Lo mismo había hecho antes en Dior Homme, cuando inauguró la era del skinny jean (si es usted hombre, o se identifica como tal, y alguna vez ha llevado pitillos, puede agradecérselo a él) y disparó las ventas en más de un 40 %. En Saint Laurent, la facturación pasó de 273 millones de euros en 2011 —justo antes de su llegada— a casi 974 millones en 2015. En todos los casos, la ecuación se repite: autoría férrea y caja registradora.

Slimane es un creador con instinto mercantil, riguroso hasta la exasperación, pero capaz de traducir esa rigidez en resultados que encantan a los ejecutivos. Y aunque el comunicado de esta semana no habrá sentado bien en los pasillos de LVMH, Bernard Arnault, presidente del grupo, difícilmente puede ignorar la deuda: primero, en Dior Homme, Slimane impuso un canon masculino que se convirtió en negocio global; después, en Celine, llevó la maison a superar los 2.000 millones de dólares de ingresos anuales. 

Su necesidad de control lo enfrenta a las casas que lo contratan, y en una industria que hoy parece huir de las estrellas —prefiriendo perfiles dóciles, dispuestos a agachar la cabeza— esa actitud puede complicar que encuentre un nuevo puesto con las condiciones que él exige. Pero su capacidad de multiplicar beneficios explica por qué siempre termina teniendo la última palabra. Incluso después de marcharse, Slimane sigue marcando los límites de lo que una maison puede —y no puede— hacer.

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