La temporada actual de desfiles está marcada por los debuts. Todavía faltan por verse los de Glenn Martens en Margiela prêt-à-porter, Pierpaolo Piccioli en Balenciaga, Duran Lantink en Jean Paul Gaultier y Matthieu Blazy en Chanel. Pero, de momento, las presentaciones más polémicas han sido las de Jonathan Anderson en Dior y Dario Vitale en Versace. Dos estrenos que han dividido no tanto a la crítica especializada como al público digital.
Lo que para algunos era “artesanía en movimiento”, para otros “malísimo”. “El primer look asusta”, escribió alguien, mientras otro replicaba “sí, sí, sí, siempre”. Entre los lamentos se oía: “pobre Gianni”, “que alguien llame a Donatella ya”, y en el mismo hilo: “por fin, no más Medusa ni cuero, bienvenido a 2026”. Hubo quien juró que aquello “no era Dior” sino “Loewe disfrazado”, y quien se quejó de que “parece Benetton” o directamente “Diesel x Zara”. Los más dramáticos invocaron a Galliano (“¿dónde está cuando se le necesita?”) o a Jesucristo.
Lo que para algunos era “artesanía en movimiento”, para otros “malísimo”
Otros, más pragmáticos, confesaban: “me gustaría ver la cara del departamento de ventas”. Y entre tanta exclamación, quedaba una sensación extraña: que el mismo vestido podía ser “realmente deprimente para cualquier amante de la moda” y, al mismo tiempo, la respuesta exacta que alguien llevaba años esperando.
La moda es una materia extraña: oscila entre arte, producto comercial y fenómeno cultural. Nos concierne a todos, porque todos nos vestimos cada día —ya sea por necesidad, por deseo o por simple costumbre. En el caso de las firmas de lujo, además, entran en juego las percepciones: el prestigio, la herencia, la expectativa. Tanto Anderson como Vitale trabajan bajo el peso de casas con legados pesados como monumentos —Dior y Versace— que son al mismo tiempo moda, cultura y emoción. Pero el pasado solo otorga prestigio; no asegura relevancia, y mucho menos ventas. Si una colección despierta miles de comentarios, deja de ser solo pasarela: se convierte en cultura.
Y al entrar en la cultura, tiene la obligación de evolucionar. Por eso conviene dejar de repetir que los diseñadores fallecidos están “dando vueltas en sus tumbas”. Dior no puede seguir comercializando el New Look de 1947, ni Versace el mismo vestido de malla metálica. Por no hablar de que nadie —ni siquiera @DaisyDee90— puede certificar los movimientos de un difunto.
La pregunta inevitable es: ¿cómo se juzga si una colección es “buena”? ¿Qué criterios sirven para evaluar un desfile en una industria donde lo estético convive con lo económico y lo simbólico? Todo está en los libros, y la teoría de la crítica cultural ofrece algunas pistas.
Kant, en la Crítica del juicio, se preguntó qué es lo bello y lo vinculó a un placer sin utilidad. Clive Bell, crítico de arte, puso el foco en la “forma significativa”: la emoción nace de la forma, no del tema. E. D. Hirsch, teórico de la literatura, defendió que comprender una obra exige atender a la intención del autor. Susan Sontag se rebeló contra la sobreinterpretación y reclamó la experiencia sensorial del que mira. Dieter Rams, diseñador industrial, fijó diez principios entre los que destaca uno útil para la moda: lo bueno innova, empuja lo existente hacia delante.
Louis Sullivan, pionero de la arquitectura moderna, resumió otro: la forma sigue a la función. Son algunos filtros posibles. Cada lector puede elegir —mejor combinarlos— porque la moda admite tantas miradas como interpretaciones. Eso sí: la tarea exige atención. Hacer crítica o formarse una opinión requiere más esfuerzo que comentar un “sí” o un “no” en Instagram.
En Dior, Jonathan Anderson jugó con la historia como quien hereda una casa embrujada. Su debut fue una mezcla deliberada de vestidos de alfombra roja, exagerados y teatrales, con piezas muy vendibles —minifaldas, blazers, bolsos enormes— repetidas en varios colores, casi como un mantra. “No se puede reconstruir una casa en un solo desfile”, dijo a WWD. Era una declaración de intenciones: instalar su visión llevará tiempo, y de momento lo suyo fue abrir un abanico de posibilidades, a partir de los diseñadores que ocuparon su puesto antes que él, incluso a riesgo de parecer caótico.
Dario Vitale, en Versace, eligió el camino opuesto: evitar la literalidad del archivo para recuperar algo más inasible, el espíritu hedonista de la casa. Minivestidos apenas abrochados, faldas que dejaban entrever la ropa interior, colores tropicales y cortes descarados. En su propia explicación, la idea le vino de la Medusa y de la mitología: cuando los dioses del Olimpo se aburrían y bajaban a la tierra a mezclarse con los humanos. “Tradicionalmente, en ese escenario, Versace vestía a los dioses; yo quiero vestir a la gente”, dijo. Y ahí está la clave de su debut: su propuesta fue menos arqueológica que instintiva, más carnal que intelectual.
Roland Barthes, semiólogo francés, fue de los primeros en mirar la moda con ojos críticos. En los años sesenta habló de la “muerte del autor”: una vez que una obra sale al mundo, ya no manda lo que quiso decir el creador, sino lo que interpreta el público. Y en El sistema de la moda mostró cómo las revistas y los medios convierten la ropa en lenguaje, cargándola de significados que van más allá de la prenda en sí. Hoy habría que sumar a los influencers —aunque casi siempre actúen conforme a intereses de marca— y a esos opinadores de internet que logran autoridad no por especialización académica, sino porque despiertan confianza o afinidad en el usuario.
Para Barthes, una colección no pertenece solo a quien la diseña, sino también a quienes la leen, la miran o la visten. Su sentido no se fija en el momento del estreno, sino en lo que pasa después: cómo circula, cómo se comenta, cómo se reinterpreta. Y ahí está la paradoja de la moda en la era de las redes: nos someten a juicios instantáneos cuando una clave determinante para saber si una colección es buena es el tiempo. El tiempo que convierte una ocurrencia en un clásico, o la entierra en un archivo digital.

