Bastó una camisa blanca para disparar la curiosidad. El 5 de octubre, un día antes del estreno de la primera colección de Matthieu Blazy para Chanel, la firma compartía un sencillo teaser firmado por David Bailey. La misma camisa apareció horas antes del show, esta vez portada por Nicole Kidman, en el anuncio que confirmaba su regreso como embajadora de la maison (ya había sido imagen del Nº5 en 2004). Poco después, sobre la pasarela, Blazy desplegó la idea en tres versiones —una con cola, otra clásica y una tercera azul recortada— realizadas junto a Charvet.
Camisa blanca de la colección primavera verano 2026
La camisería de la Place Vendôme, donde la propia Gabrielle Chanel mandaba confeccionar las suyas, puso el saber hacer; Chanel, el gesto de alta moda. En el desfile, las camisas llevaban la firma invisible de esa colaboración: una confección impecable y una cadena cosida al bajo, como las que Mademoiselle añadía al interior de sus chaquetas para que cayeran con peso. El precio también marcaba distancia: más de 4.000 euros en Chanel frente a los 460 a 650 euros de las camisas confeccionadas en Charvet, o los 755 de los que parte una hecha a medida.
Tras el desfile, según Google Trends, las búsquedas globales de 'Charvet' se dispararon hasta su máximo histórico
Tras el desfile, el efecto fue inmediato. Según Google Trends, las búsquedas globales de “Charvet” se dispararon hasta su máximo histórico —índice 100 los días 6 y 7 de octubre—, con un aumento estimado de entre el 700% y 1.100% respecto a la semana anterior. Dos semanas después, el interés sigue siendo más del doble del nivel habitual. Cualquier otra firma habría aprovechado ese pico para multiplicar la producción o abrir una tienda online. Pero Charvet no es cualquier firma. Entre otras cualidades, no tiene publicidad ni departamento de marketing.
Fundada en 1838 en la Rue de Richelieu por Joseph-Christophe Charvet, hijo del encargado del vestuario de Napoleón I, fue la primera camisería moderna de París y el origen mismo del término chemiser. Décadas más tarde se instaló en el número 28 de la Place Vendôme, en el Hôtel Gaillard de La Bouëxière, un edificio del siglo XVII diseñado por el arquitecto de Luis XIV. Desde allí ha mantenido el mismo modelo: una sola tienda, seis plantas, miles de tejidos y colores; y ningún algoritmo.
Por sus probadores han pasado reyes y escritores —Baudelaire, Proust, Churchill, Cocteau— y una clientela contemporánea que va de Catherine Deneuve a Alexa Chung, pasando por Michael Kors, que suele comprar allí sus calcetines. En los últimos años, Charvet ha visto renacer su popularidad entre jóvenes insiders fascinados por sus zapatillas de ante, un improbable símbolo de distinción silenciosa. Pero ni siquiera entonces se dejó tentar por el crecimiento digital.
Cuando los herederos de la familia Charvet se vieron forzados a vender la empresa en los años sesenta, el Gobierno francés intervino: temía que un símbolo nacional acabara en manos extranjeras. Fue entonces cuando Denis Colban, proveedor de tejidos de la casa, decidió comprarla. Desde su muerte, sus hijos, Anne-Marie y Jean-Claude Colban, siguen al frente con una devoción casi artesanal. Nada ha cambiado, salvo los colores y tejidos que renuevan cada temporada.
Esa obstinación por no crecer es, en realidad, su mayor declaración de principios. En un sistema que confunde expansión con éxito, Charvet demuestra que la permanencia también puede ser una forma de progreso. Su modelo, inmóvil desde hace casi dos siglos, hoy suena subversivo: ningún logo, ninguna prisa, ningún clic. En la moda, donde todo aspira a multiplicarse, mantenerse pequeño es su forma de grandeza.

