El día del apagón, el pasado 28 de abril, estaba en Barcelona rodeada de un equipo creativo: fotógrafas, estilistas, cámaras. Inmersas en el proyecto, en estrecha colaboración las unas con las otras, nadie estaba pendiente del teléfono, y nadie se fijó en que las luces se habían apagado. Debieron pasar dos o tres horas hasta que alguna dijo, extrañada, si nuestros datos móviles funcionaban. “Es la cobertura en este edificio”, contesté convencida, “que a menudo falla”. Y seguimos con nuestra tarea.
Sólo cuando salimos a la calle nos dimos cuenta de que algo iba mal. La atmósfera de confusión auguraba lo que pronto descubrimos: la electricidad había caído en toda la península Ibérica, dejando comunicaciones, iluminación y transportes fuera de servicio. Como todo el mundo, comprobamos que nuestras líneas telefónicas tampoco funcionaban, pero continuamos con nuestro cometido, que no dependía de ninguna toma eléctrica, sino de nuestra atención, nuestra presencia física, nuestros cuerpos colaborando los unos con los otros.

Nos dirigimos al Turó Park y terminamos allí el proyecto fotográfico, horas después, mientras la ciudad entraba en pánico. Como al principio de la covid, tuve una sensación que no puede confesarse muy alto: cierta relajación. Ya no era necesario hacer más de lo inmediato. No había que estar en tres sitios a la vez. Era irrelevante ocuparse de recados o trámites que antes parecían urgentes. Y me ilusionó la perspectiva de cancelar mi viaje la próxima semana, de no poder acudir a tal conferencia, de anular tal compromiso.
En eso consiste la sabiduría de las crisis: el estado de excepción hace evidente lo que olvidamos en períodos de supuesta normalidad, que tal vez no sea tan normal vivir del modo en que nos hemos acostumbrado a vivir. El apagón, a nosotras, nos cogió por sorpresa porque estábamos inmersas en algo analógico, físico. Y ahora pienso que la escritura, entre otras cosas, también es un ejercicio de resistencia ante esa vorágine: el escritor ruso Víktor Shklovski hablaba de la literatura como un artilugio “desautomatizador”. Al hacernos detener la atención sobre detalles, diálogos y objetos, desautomatiza nuestra mirada, permitiéndonos ver y estar en el mundo de nuevo, por primera vez, cuando nuestra percepción suele estar atrofiada, funcionando en piloto automático.
La electricidad, para bien y para mal, volvió.