No me lo esperaba al llegar a Skopie. En la anodina estación de autobuses, situada bajo las vías del tren, intenté orientarme. El hotel se encontraba en el centro histórico. Discurrí por anchas avenidas entre construcciones grandilocuentes. El terremoto de 1963 arrasó el ochenta por ciento de la ciudad y la suerte quiso que su reconstrucción coincidiese con el brutalismo arquitectónico en la cresta de la ola. A ello, se ha sumado el pomposo plan de aderezo que, ya en este siglo, ha sembrado el centro de arrogantes construcciones y esculturas apoteósicas, afectando hasta el Memorial de la madre Teresa de Calcuta, que se diría la deconstrucción de algo que costaría saber qué pudo ser.
Asombrado por la novedad, crucé el río Vardar, seguí a la sombra de bloques modernos y me paré donde esperaba encontrar el callejón que llevaba a mi hotel: parecía la entrada a un parking. Pasaba entre dos bloques, por un aparcamiento, bordeando un descampado con desechos, junto a un local donde servían té y pide (la pizza turca). Y por fin, el hotel.
¿El centro histórico? Dejé el equipaje. Y la sorpresa se encontraba cinco metros más allá. Sin sospecharlo, salí a una plazoleta con una mezquita. Daba a una calle peatonal con pavimiento de mármol, y había otra más arriba, más o menos paralela, y todavía una tercera. El conjunto concentraba la quintaesencia otomana: unos antiguos baños reconvertidos en sala de exposiciones, dos caravasares, restaurantes bajo emparrados, la ristra de tiendas refulgente de oro, el gran mercado en un extremo, con sus verduras, quesos, carnes, embutidos, frutos secos… Frente a la ciudad moderna, aquello era como regresar a casa.
Pero había algo más. Uno de esos hallazgos sutiles, como un destello entrevisto de reojo, que permiten pensar que no todo va a salir mal.
Un edificio de la ciudad antigua de Skopie, la capital de Macedonia del Norte
La revelación me llegó a plazos. Lo primero, una austera tetería, tres mesas con dos sillas cada una. En el interior, un extenso surtido de baklava. Y dos dulces más. Pedí el primero: consistía en una crema un poco más cuajada, casi como un flan. Para acompañarla, disponían de limonada y té, claro. El otro dulce me pareció también curioso. Estaba en una bandeja, cortado en porciones cuadradas. Una película de tostado caramelo cubría un bizcocho calado hasta la saturación de leche merengada.
A la primera ocasión, volví para probarlo. Quien lo conozca, estará de acuerdo: me abrió una nueva dimensión gustativa. Y, después de la cata, me dirigí al chico que atendía. Le pedí cómo se llamaba el pastel. Lo que pronunció despertó cierto eco en mi cabeza. Le pedí que me lo escribiera: trileçe, apuntó (que se pronuncia “trileche”). Y, donde supuse una casualidad, la consulta en internet me dejó ante la evidencia: el “trileche” es la versión balcánica de aquel pastel que mi parentela mexicana considera imprescindible en cualquier cumpleaños.
Parece que entró por Albania. ¿Cómo? Se apunta que a través de los culebrones mexicanos. De allí podría haber partido la idea, aunque con variaciones que lo distinguen del original, como su cobertura de caramelo. ¿Y quizá lo bañan con más leche que la correspondiente tarta mesoamericana?
Al pasear por aquellas callejuelas de Skopie, me di cuenta de que el hallazgo se había adoptado como propio. En una heladería lo servían en sus cucuruchos. Y su difusión ha llegado hasta Estambul, donde lo han incorporado restaurantes de aquellos que habían mantenido la carta intacta desde que el sultán Mehmet II tomó Constantinopla. Son progresos así, que calan de una cultura a otra, los que permiten pensar que aún hay esperanza, que la humanidad vale la pena.

