Educado y puntualísimo, Ramón Freixa (Castellfollit de Riubregós, Barcelona, 1971) aguarda frente a las puertas de su restaurante doble, un espléndido local de dos plantas, diseñadas por la interiorista Alejandra Pombo, para mostrar cada rincón y pormenor de un sueño largamente acariciado. Lo inauguró este verano.
Delicadeza al milímetro.
Hemos intentado que no se nos escape un solo detalle; también en el servicio. Por ejemplo, en Ramón Freixa Atelier las mantelerías son de hilo y las servilletas llevan un festón de cinco centímetros. Las vajillas, de Limoges. Y hemos traído toda la plata del restaurante de mis padres en Barcelona.
Era el momento de volar; y como dice el refrán: de Madrid, al cielo”
Dos ambientes, dos apuestas.
En el Atelier servimos un menú degustación en 17 pases; lo que cuenta es la experiencia completa.
Escoja una receta de Ramón Freixa Tradición.
Me costaría quedarme con un solo plato. Quizá unas espardenyes. O el wellington de lubina con salsa de champán… La langosta roja del Mediterráneo con patatas y huevos fritos es un fuera de carta que ya se ha convertido en referente.
Qué delicia.
En ambos casos, la base es el producto. Buscamos al mejor proveedor en todo. El pescado lo compro directamente de la lonja de Palamós. En temporada, los tomates me los traen de Aranjuez y del Maresme, de la huerta de Pau Santamaria. La suerte de Madrid es que estamos en el kilómetro cero.
Carabinero al horno con sobrasada de Can Company.
Dicen que Madrid…
…es el mejor puerto de mar. Doy fe.
Quince años ya en la capital. ¿Cómo se lleva lo de ser catalán en Madrid?
Fenomenal. Soy muy catalán y muy madrileño, y viceversa.
En 2009 asumió la cocina del Hotel Único.
Yo estaba en Barcelona, llevando el restaurante de mis padres [Freixa Tradició, antes El Racó d’en Freixa, clausurado en octubre de 2018 por jubilación]. Y surgió la oportunidad. También aquí, en el barrio de Salamanca, en la calle Claudio Coello. Era el momento de volar; y como dice el refrán: de Madrid, al cielo.
¿Un enamoramiento?
Me encanta la ciudad. Vivo al lado de mi restaurante. Sonará raro pero es así: hago vida de pueblo en el barrio de Salamanca. Voy al mercado, tengo mis tiendas de cercanía, la farmacia; me conoce todo el mundo.
Yo no tengo estrés por las estrellas, sino por el compromiso con el cliente”
También conoció aquí a su marido, David del Castillo.
Otro flechazo. David es mi socio y tiene un papel fundamental en la empresa: lleva los números y la gestión.
En 2009 estábamos en plena crisis del ladrillo. Qué valiente.
Fue un momento de dificultad, sí. Pero Madrid me acogió como a uno más. El público se entregó y funcionó muy bien. Se llenó; era la novedad. Enseguida, obtuvimos la primera estrella Michelin. A los pocos meses, la segunda.
¿Cómo se han tomado su marcha en el Hotel Único?
Ha sido una etapa muy bonita. Pau Guardans, aparte de haber sido mi jefe, es mi amigo, y como tal me desea lo mejor. Cuando las cosas se hacen bien por ambas partes, no hay más que decir “gracias por estos años”. Ha sido una decisión difícil pero vital, como lo fue volar de casa de mis padres [los hosteleros catalanes Josep Maria Freixa y Dori Riera]. Estoy en un momento de madurez y plenitud.
Langosta roja del Mediterráneo con patatas y huevos fritos
Y las estrellas, ¿qué?
Ya no las tengo. Ahora tendré que revalidarlas.
Qué nervios, ¿no?
Bueno, si vienen los inspectores, vendrán; esperemos que sí. Si caen las dos estrellas Michelin, fenomenal. Y si no, vamos a ser felices, cocinaremos igual, con las mismas ganas.
No se le ve inquieto.
Mire, el chef Alain Ducasse tiene una frase genial: “Se vive mejor con estrellas que sin ellas”. Y así es. Haremos todo lo posible por que vengan, pero no voy a perder el sueño.
La alta cocina es muy exigente.
La exigencia te la pones tú. Yo no tengo estrés por las estrellas, sino por el compromiso con el cliente, por darle lo mejor. Eso se puede recompensar con estrellas o no. Pero lo primero es darle felicidad al cliente.
Cuando vienen amigos, no cocino; me tiro a producto”
Suele decirlo.
Yo cocino felicidad. Tanto en el Tradición como en el Atelier.
Parece usted muy metódico.
Soy organizado. Me gusta tener las cosas ordenadas y controladas, y los objetivos bien claros. No me gusta que me hagan perder el tiempo ni al revés. Supongo que se debe también a que fui pastelero antes que cocinero, y en ese mundo todo ha de estar muy pesado, calculado y medido. De otra forma, no sale el pastel.
Empezó en el horno de su abuelo.
Sí. Y luego, ya en Barcelona, iba los fines de semana a aprender pastelería en Sacha, en la plaza Adriano. En esa época era una de las mejores pastelerías de la ciudad.
¿Qué le ensenó el avi?
Empecé jugando con las cocas y los panes, con esa parte lúdica tan agradable para un niño. Y con mi padre en el restaurante… He tenido la suerte de que mis padres me llevaban a comer en viajes gastronómicos por toda España y Francia. Recuerdo que, con siete años, me llevaron al restaurante de Michel Guérard, Les Prés d’Eugénie, donde me comí un bogavante ahumado.
La sala del Ramón Freixa Tradición transmite la comodidad y el lujo de un gastronómico clásico
Ya tenía buen paladar.
Me lo han educado; todo se educa. Además, fui un niño que se portaba bien, tímido —ahora creo que no tanto—, que era el rarito de la clase. Todos mis compañeros en los Escolapios de Sarrià, donde estudiaba, se divertían yendo al futbol o a esquiar a Baqueira. A mí, en cambio, me llevaban a Francia a comer, cosa que les parecía aburrida. Ahora me envidiarían, con la eclosión de ese mundo foodie infantil.
¿La primera vez frente a un fogón?
Es de risa. La primera vez, le hice la comida a mi gato. Unos higaditos.
Lo suyo, pues, fue vocacional.
A una edad muy temprana aspiraba a ser cantante.
Buena voz la tiene.
Sí, pero carezco de ritmo y oído. Fatal. Me di cuenta de que no íbamos bien. Y como me fascinaba la cocina, ahí me enfoqué.
¿Qué han aportado los chefs catalanes?
Desde siempre, en Catalunya ha tenido una gran resonancia la cultura gastronómica. Aún guardo recortes de prensa. Es muy importante cómo se cuenta el fenómeno y su eco social. La Vanguardia y el Magazine llevan muchos años dedicando unos reportajes estupendos a los cocineros.
Más que creación, yo lo llamaría búsqueda y ejecución”
Nos gusta comer bien.
Nos gusta a todo el mundo; no es un distintivo regional que se lleve en el adn. Pero la prensa catalana supo hacerse eco de ese movimiento que se estaba fraguando.
¿No fue excesivo el boom?
Para nada. Tuvimos la suerte de vivir un momento maravilloso en el que convergieron Santi Santamaria, el fenómeno Bulli, los Hispanias, el Dorado Petit, el Jean Luc Figueras o el restaurante de mis padres en Barcelona. Eran grandes casas que miraban hacia Francia… Me acuerdo de aquellas mesas tan bien puestas, guau. Si Francia era el punto de referencia de la alta cocina, las tornas cambiaron cuando el chef Joël Robuchon dijo en 1995 que Ferran Adrià era el mejor cocinero del mundo. El patriarcado de la cocina se situó entonces en España. Catalunya protagonizó también ese despegue, y estoy muy contento de haberlo vivido.
¿Cómo funciona su proceso creativo?
Hay una frase sabia de Picasso que dice: “No sé si la inspiración existe, pero si existe, que me pille trabajando”. Y cuanto más trabajas, más cosas surgen. Más que creación, yo lo llamaría búsqueda y ejecución: un fricandó lo sabemos elaborar todos, pero quizá hay hacerlo de otra manera para que resulte excelso. En la parte del Atelier, de cocina creativa, trabajamos mucho como en el mundo de la moda: hay temporadas de producto.
¿Cocina en casa?
Los domingos, si no salimos a comer fuera, son de arroz. Pero cuando vienen amigos, no cocino; me tiro a producto: ensalada de tomates, un surtido de quesos, jamón, que nunca falta en la despensa.
¿Algún descubrimiento reciente?
Hará justo un año visité Copenhague, y me fascinaron los restaurantes Noma y Alchemist. Tengo pendiente una escapada a Esperit Roca, en Sant Julià de Ramis, en Girona. Aprecio un montón a los hermanos Roca.
Su local está decorado con buenos cuadros. ¿Le gusta la pintura?
Mucho, pero no dibujo. Empecé por necesidad, cuando mis padres reformaron su casa y no sabían qué colgar en una pared inmensa. Me fui a Casa Piera, compré tres bastidores y los pinté con texturas, a base de acrílico. Quedaron bastante resultones. Desde entonces suelo regalar mis cuadros a los amigos.
