Me sobran unos últimos días antes de tomar el avión de regreso, así que entro en una agencia de viajes y repaso su oferta. Safari en Masai Mara, anuncian, tres días justos. Me va como anillo al dedo. En la furgoneta viajamos un grupo variopinto de turistas. Además del chófer y el guía, me acompaña un importador de flores holandés que cuenta cómo le dispararon en Río de Janeiro, también un joven ginecólogo paquistaní, un predicador americano con su hijo… No sé si daría para un chiste, quizá para una obra de teatro si no me viera tan pequeño en un paisaje descomunal.
Y, sin embargo, al entrar en la reserva de Masai Mara, no nos recibe ninguna escena televisiva, sino una familia de gallinas de Guinea. Pasan la fila y corren a esconderse entre la hierba. Dicen que su carne suculenta sabe a lo que sabía el pollo antaño y me pregunto cómo habrán sobrevivido en medio de feroces depredadores. Corren en zigzag, vuelan como un hidroavión con exceso de carga, se ocultan en el herbazal. La táctica de las mangostas, que vemos poco más allá, es distinta. Siempre hay una de pie, las manos al pecho como si se asomase a una ventana. Vigila y, a la menor alarma, se lanzarán de cabeza a la madriguera.
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Más arrogante nos parece el secretario, ave de largas patas, con el muslo negro como si llevara manguitos y aires de funcionario decimonónico. Y, para completar la escala, aparece una familia de avestruces. Con hasta tres metros de altura y casi doscientos kilos, corren a más de setenta kilómetros por hora. Como para demostrarlo, nos dejan atrás en un batir de alas.
Una familia de elefantes se agrupa al acercarnos. El macho se pone delante, afianza las piernas, bate las orejas y barrita. Más allá los buitres nos indican dónde se han dado un festín los carnívoros. Paramos. El guía señala y entonces vemos al león de tupida melena que se está echando una siesta. Se acercan tres furgonetas más. Y entonces, sin que se oiga un crujido, aparece una leona, que roza nuestras ruedas y desparece con andares mullidos. La barriga rechoncha indicará que no les faltan las presas, aunque son muchos a repartir, leopardos, chacales, hienas, zorros...
Al entrar en la reserva de Masai Mara, no nos recibe ninguna escena televisiva, sino una familia de gallinas de Guinea
Pero tienen donde elegir: gacelas, jirafas, antílopes, búfalos, cebras… Vamos sumando herbívoros, aunque ganan por goleada los centenares de miles los ñus que pastan por estos herbazales. Su migración incluye el cruce del río Mara, donde morirán a centenares. Unos pocos, atacados por los cocodrilos; la mayoría, ahogados. Cuando alcanzamos la orilla, nada permite intuir la tragedia que allí se dirime cada año. Cuento hasta catorce hipopótamos que sacan las orejas fuera del agua.
Durante la cena, el predicador americano intenta convencernos que curó a su hijo con el poder de sus manos. El importador de flores ha elegido a las mangostas como su animal favorito y las imita. El ginecólogo paquistaní se sirve ración doble de jamón. Allá fuera la noche también es un festín. Pocos pueden estar seguros de que verán el nuevo amanecer. Pienso en aquella escena de 2001: Odisea del espacio, con nuestros antecesores temblando en una cueva oyendo como los rugidos de los grandes felinos rasgan la oscuridad.
Algunos abandonamos estos parajes, pero no todos. Ahí están los masái. Una cerca de zarzas envuelve el poblado. Nos enseñan sus cabañas. El ginecólogo paquistaní se sorprende de las atenciones médicas que reciben las mujeres embarazadas. Y regreso a Nairobi con el tiempo justo de apearme en el aeropuerto y tomar el avión. Pero África se viene conmigo. Me basta con acercar la nariz a mi ropa para olerla.

