Japón es un país de paradojas. Convive la vanguardia más avanzada con tradiciones milenarias y el protocolo más exquisito alterna con actitudes estrafalarias, mientras que el vértigo de lo contemporáneo comparte espacios con la calma y la espiritualidad. El diálogo entre lo novedoso y lo ancestral es constante y un buen sitio para comprobarlo es Hiroshima con su bahía abierta al mar interior de Seto.
Parece un milagro que tras el bombardeo del 6 de agosto de 1945, Hiroshima haya sido capaz de renacer de sus cenizas, literalmente. Ha multiplicado por cuatro la población que tenía aquella mañana de agosto, porque hoy viven en esta ciudad rabiosamente moderna más de un millón de personas. Y, sin embargo, a muy corta distancia se encuentra un Japón muy anterior al del bombardeo atómico.

Un mes después del lanzamiento de la primera bomba atómica, el esqueleto de un antiguo cine sigue en pie en Hiroshima
Basta tomar un tranvía en el centro de Hiroshima para llegar al puerto de ferris de Miyajimaguchi desde el que zarpan cada cuarto de hora barcos a Miyajima, una isla donde el tiempo parece que se detuvo hace siglos. En tan solo diez minutos de travesía se desembarca en un lugar inmutable al calendario.
Solo los turistas lo acercan al siglo XXI. Si no fuera por ellos, Miyajima tendría el mismo aspecto de antaño. Para comprobarlo, basta con ver las imágenes que realizó en el siglo XIX Hiroshige, uno de los más grandes autores de estampas japonesas. En sus grabados conservados en museos como el de Brooklyn o el British londinense se ve la isla con sus templos y sus bosques prácticamente igual a lo que se visita en la actualidad.
El santuario de Itsukushima ha sufrido desastres e incendios, pero siempre se ha reconstruido según el original
También en esas viejas ilustraciones se aprecian las pronunciadas mareas de la bahía. Una experiencia a disfrutar durante la visita. Lo ideal es llegar a Miyajima con la pleamar, cuando el ferry se acerca del gigantesco torii que emerge de las aguas y marca la entrada al recinto religioso del santuario de Itsukushima. Todos los templos sintoístas tienen su torii, pero ninguno como este. Contemplarlo antes de atracar en el embarcadero de la isla es espectacular. Sus 16 metros de arquitectura roja se recortan sobre el verde de los bosques isleños y sus 60 toneladas de peso parecen flotar sobre el azul de las aguas.
Una vez se desembarca hay que tomar la calle Omotesando desbordada de tiendas y restaurantes de ostras. Ese es un paso obligado para los turistas y el contrapunto al ambiente místico que envuelve los edificios del cercano Santuario de Itsukushima.

Miyajima significa “isla sobre el mar” en japonés
Este santuario está a orillas del mar, pero también se eleva sobre las aguas por medio de cientos de pilotes de madera. Si todavía perdura la pleamar, el conjunto simula mecerse por el suave oleaje. Es único dentro de la arquitectura sintoísta y todavía sorprende más esta proeza técnica sabiendo que sus orígenes se remontan al siglo XII.
Desde entonces, ha tenido una distribución más o menos idéntica, en la que no falta un salón de ofrendas y otro posterior de oración, mientras que el espacio más sagrado es el honden que acoge la representación de los kami o espíritus de la naturaleza adorados, en este caso relacionados con el agua.

La ila Miyajima está a tan solo 50 kilómetros de Hiroshima
Además, tiene la sala de purificaciones, pabellones en honor de deidades invitadas e incluso una plataforma ceremonial que alberga un pequeño teatro. Todo ello construido en madera y conectado por diferentes pasarelas sobre el mar. Y aunque a lo largo de su historia ha sufrido desastres e incendios, siempre se ha reconstruido según el original.
Es la perfecta expresión de la religión sintoísta en Japón. Unas creencias animistas basadas en la adoración y la comunión con las fuerzas de la naturaleza representadas en infinitos kamis. Y sin duda, pocas imágenes expresan mejor esa conexión con el entorno que la arquitectura de Itsukushima emergiendo del mar y reflejándose en sus aguas.
Dichas creencias sintoístas las sigue la mayoría del pueblo nipón porque son parte intrínseca de su cultura, independientemente de que practiquen otra religión, sobre todo el budismo. De hecho, la convivencia entre templos sintoístas y budistas es habitual, como ocurre en Miyajima.
Muy cerca de los pabellones flotantes de Itsukushima se visita el templo Daisho-in ubicado a los pies del monte Misen. A sus laderas se adaptan los edificios de complejo budista, sobre todo la larga escalera que une los distintos espacios y donde no faltan ni los molinillos de las plegarias ni cientos de pequeños budas en cada uno de los escalones.
Y también de espíritu budista es la pagoda Goju-no-to construida en 1407. Se trata de una esbelta construcción de cinco pisos para representar el propósito budista de ascender hacia la iluminación superando los cinco elementos, es decir, tierra, agua, fuego, viento y vacío.
No obstante, desde un plano más terrenal quien desee ascender los 500 metros de altura que alcanza el monte Misen puede comenzar la subida en el propio templo de Daisho-in. Se invierten unas dos horas entre ida y la vuelta. Un tiempo muy interesante, porque permite la bajada de la marea, momento en el que será posible andar sobre la arena hasta el gigantesco torii que antes parecía flotar.

Hay que tener cuidado con los ciervos en la isla Miyajima
Si bien no todo el mundo hace la caminata por el monte. Muchos usan un funicular hasta el observatorio de Shishi-iwa. Desde ahí una senda llega a la cima, ideal para contemplar el mar de Seto y la costa continental incluyendo la resucitada Hiroshima.
Por cierto, cerca de la cumbre se descubre el Salón Reikado que guarda un fuego encendido por el asceta Kobo Daishi, quien fundó hace más de 1.200 años la rama del budismo Shingon seguida en la isla. Pues bien, con ese mismo fuego se prendió la llama del parque Memorial de la Paz de Hiroshima, espacio para el recuerdo de la tragedia acaecida hace 80 años, para que no se olvide y sobre todo no se repita.
Cuidado con los ciervos de Miyajima
Nada más desembarcar en la isla se descubre que andan libres decenas de ciervos sika, más parecidos a nuestros gamos que a los grandes ciervos de Europa. En origen estos animales se refugiarían en los bosques de arces que ocupan las laderas de la montaña, pero la veneración sintoísta de la naturaleza hace tiempo que los dotó de carácter sagrado y se les tiene por mensajeros divinos. Así que de alguna manera son parte del paisaje cultural y espiritual.
Por otro lado, no tienen demasiado miedo al ser humano y no dudan en acercarse a los turistas. De hecho, a los más despistados de vez en cuando les quitan lo que llevan en la mano. ¡Mucha atención! Lo mejor es interactuar lo menos posible y por supuesto no darles de comer. Aunque no lo parezcan, siguen siendo animales salvajes.