La importancia de un oasis
Serendipias
48 ºC dentro del coche, nos recuerda el amable taxista. “Y sé que en España estáis igual, pero el calor aquí es muy diferente porque estamos rodeados por las montañas del Atlas”.
En un verano en el que resulta más necesario que nunca evitar destinos masificados, mis dos mejores amigas - ambas docentes- me propusieron viajar a mi querida Marrakech al ser agosto uno de los pocos meses en que pueden permitirse varios días de vacaciones en otro país.
También debo decir que me gusta viajar fuera de temporada porque siempre se presta a la tranquilidad y lo inesperado
También debo decir que me gusta viajar fuera de temporada porque siempre se presta a la tranquilidad y lo inesperado -desde la Tailandia monzónica con sus verdes superlativos, hasta una Mallorca en febrero sin playas cálidas pero sí fincas llenas de almendros-. Sin embargo, cuando visitas un destino como Marruecos en su mes más caluroso, el coste invisible, inesperado, el de la letra pequeña, se paga de otra forma.
Lo compruebo cuando comenzamos a tambalearnos por las calles, donde alguien riega sus pies con una botella de plástico mientras los gatos languidecen sobre sus propios charcos de sudor. La llamada al rezo se erige sobre las terrazas de colores terracota y hay hombres cabizbajos sentados en la sombra famélica. Ahora entiendo a los tuaregs, que visten de color añil en sus viajes nómadas por el desierto buscando que este azul se adhiera a su piel y quizás a la sangre como antídoto. “¿Cómo sería “a la fresca” aquí?”, me pregunto. “A la brasa”, dice mi amiga.
Jardín Majorelle
Desde el patio del restaurante La Famille, gestionado por matriarcas locales; hasta el exuberante encanto del Jardín Majorelle, buscamos el sonido de los aspersores, la brisa caliente del Sáhara que peina los árboles frutales o las albercas de los palacios reales que todos miran mientras sueñan con bañarse, porque ahí deben vivir los dioses estos días. Buscamos el azul, bálsamo de frentes mojadas, y todo son espejismos en forma de piscinas y fuentes prohibidas.
Las temperaturas son casi insoportables en esta temporada baja, pero hay sosiego en los bazares y unos pocos vendedores se frotan los ojos porque anoche, cuando cayó el sol, salieron con sus familias a hacer pícnic a la sombra de las murallas, aprovechando la tregua de la canícula. El sonido del agua es una utopía, ni los ventiladores de mano sirven, las cobras tampoco se levantan al ritmo de la flauta en la plaza Yemaa el Fna, y alguien ha sufrido un golpe de calor en la madraza Ben Youssef: “Debimos ir a Noruega”, le dice a su marido, mientras alguien le abanica la cara con un folleto turístico.
Son las tres de la tarde y ya solo hay 43 ºC. Entonces las callejuelas se estrechan y parece que no me invento esta brizna de aire. Finalmente, en el Riad Khalifa, Hassan nos cuenta que nadie más ha venido estos días. Asentimos, las camisetas están pegadas y nos pellizcamos, pero no se trata de un espejismo ni estamos soñando al contemplar el milagro: en agosto, hemos jugado a huir de lo masivo y pagado este viaje con calor pero, a cambio, tenemos un riad con piscina para nosotros solos.