Bali, tierra de montañas y motos con pollos colgados en el manillar
Serendipias
El padre de Putu continúa inclinado en el arrozal, mientras un pato crea círculos en el agua junto a él. Ambos me miran, quieren que corrija cualquier visión limitante de un destino que puede hablar por sí mismo. Bali no me necesita, así que he abierto el cuaderno para que la isla de los dioses lo escriba.
En la turística Canggu, una mujer cierra los ojos frente a la ofrenda de flores naranjas que posa en el templo de la esquina, envuelta en sonidos de hormigoneras, motos, gamelán e incluso reguetón: “en Occidente no tenéis el necesario ritual de pararse cada día a dar las gracias. A pesar del ruido.”
Comienza a llover y, entre lo que callo y observo, mientras me refugio bajo una hoja de platanero, este escrito nace solo. Lo crean la tierra, las flores naranjas y los arrozales de Sidemen, en el desconocido este de la isla, donde los búfalos están desperdigados entre las terrazas y este cuerpo vibra porque también tiene algo de templo alimentado por agua sagrada. Tirta, lo llaman. Aquí el mar está lejos, te digo en una carta que huele a nasi goreng e incienso, pero al soplar la brisa los arrozales de Bali forman olas llenas de verdes que aún no existen.
“Tri Hita Karana es la filosofía de Bali, la unión de dioses, naturaleza y hombres”, dice Kadek, tras ponerle un sarong a una escultura en Munduk, tierra de montañas, motos con pollos colgados en los manillares y banianos que susurran: “la felicidad del futuro debería basarse en quererse más, olvidar las pantallas y tener telequinesis con los árboles.” Mientras continúa la historia, cierro los ojos frente a las cascadas de Semunduk. Emociones al vacío para volver a ser río.
Palabras
“¿Qué es lo que te ha hecho venir a Bali?”, pregunta Yoga en Nusa Lembongan. “Espero que sea por nuestra cultura. La isla ahora se está volviendo muy concurrida, muchos inversores están llegando. Los arrozales se convierten en villas”. Yo le digo que solo quiero contar Bali como lo haría ese niño que piensa que los árboles y los animales también hablan. Y él me sonríe: “Ojalá podamos conservarla. No sé cómo será en 20 o 30 años. Ojalá no lleno de turistas. También espero que quienes vengan a Bali respeten la cultura y a nosotros.”
En Ubud, alguien se ha montado en un columpio, ha pagado 40 euros por un vestido rosa y tendrá una foto perfecta. A pocas terrazas, Amy ya no ve luciérnagas que se confunden con las luces de los aviones sin saber que, quizás, ese es el origen del problema. Hasta que anochece y las ranas del jardín trasero indican nuevos ciclos.
Quizás viajar no solo sea hablar de lo que vemos y archivamos como cierta conquista, sino de dar el cuaderno a esas otras perspectivas que hoy se dispersan entre sonidos de selva y excavadoras.
Vuelve a llover en Sidemen y el pato viene a refugiarse bajo el tejado, interrumpiendo su tarea de devorar insectos para que las plantas de arroz crezcan sanas. Y el padre de Putu, que no sabe escribir, me sonríe antes de que escriba una única y última frase: “los intereses viajeros no pueden ser el principio y el final de estos paisajes”.