Las mezquitas de Sinan, el gran arquitecto otomano

Postal  desde Estambul

Paso por las mezquitas de Sokollu Mehmet y Mihrimah, y, casi sin darme cuenta, me sumerjo en el máximo esplendor otomano, que corresponde al reinado de Solimán el Magnífico y a la obra de su arquitecto imperial, Mimar Sinan. Sinan no fue un funcionario cualquiera. A punto estuvo de cumplir los cien años y en su dilatada carrera dejó obras desde El Cairo o Damasco hasta Sofía, y siempre intentó ir más allá. Sinan pulió edificio tras edificio, quitando cargas excesivas, estilizando soportes, abriendo ventanas y a la vez buscando una armonía geométrica que, en las mezquitas, se centró en la esfera como la figura perfecta, a imagen de Dios.

Me acerco a la que se considera su primera obra maestra, la mezquita de Sehzade, dedicada al hijo que debía suceder a Solimán y murió joven. En el interior la cúpula central, con cuatro medias cúpulas, se sostiene sobre cuatro pilares estriados.

Sinan unió esplendor, armonía en piedra y azulejo

El resultado debió complacer a Solimán, porque apenas dos años después de completarla Sinan iniciaba las obras de la mezquita que el sultán se dedicó a sí mismo, la Süleymaniye. El edificio tenía que ser el más grande de Estambul. Y lo envolvió con un complejo que comprendía colegios, comedor social, hospital, baños, caravasar. Para inspirarse, Sinan buscó un modelo a la altura, y se fijó en la prodigiosa Santa Sofía.

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La Süleymaniye presenta una cubierta con cúpulas sobre cúpulas y más cúpulas, además de cuatro minaretes afilados que apuntan al cielo. En su interior, el espacio aparece diáfano, con la austera piedra gris que cubre los cuatro contundentes pilares que sostienen los arcos que, a su vez, sustentan la cúpula, allá arriba, donde impera el blanco y unos rosetones de filigrana caligráfica. Sinan aprovechó con austeridad la refinada cerámica de Iznik para acentuar el entorno del mihrab. Esta cerámica incorporó allí el rojo a su gama de colores, un rojo coral que regala delicados relieves a los azulejos pintados con sus azules y blancos habituales.

Mezquita de Soleimán en la magnífica noche de Estambul

Mezquita de Solimán en la noche de Estambul

Lebazele/Getty Images

A estas dos obras magnas, cabría añadir la mezquita de Edirne, que Sinan consideró su obra definitiva, y en la que consiguió superar las dimensiones de la cúpula de Santa Sofía. Pero no es allí adonde voy a dirigirme. Me pilla mucho más cerca otra mezquita de Sinan que nadie debería pasar por alto, aunque pueda parecer más discreta. Al fin y al cabo, su promotor no podía ensombrecer el fulgor del sultán, a pesar de haber acumulado la mayor fortuna del imperio gracias al cobro de comisiones y otros negocios más o menos turbios. Por mucho menos rodaban cabezas. Así que el gran visir Rustem Pasa tuvo que conformarse con un edificio de dimensiones menores.

Hasta puede que cueste encontrar su acceso, porque ocupa un primer piso. La precede un patio reducido. Pero, cuando se entra, es como si se abriera el cielo. Las paredes, hasta la base de la cúpula, están cubiertas de azulejos de Iznik. Flores blancas con corazón azul, y aquel rojo, y un fondo también azul en el que se percibe la pincelada del artista que procura llenar todos los huecos. Aquellos que tildaban a Rustem Pasa de tacaño, ante tal derroche de lujo tuvieron que tragarse sus palabras.

Y a mí también me quedan pocas. Me basta con sentarme en la mullida alfombra, sentir el espacio, pasar la mano por un azulejo y dejar que pase el tiempo. Cuando salga, hasta puede que me regale un bocadillo de caballa junto a las aguas del Cuerno de Oro.

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