Había una vez una actriz que había dejado de reír. Se llamaba Ana, y, tras despedirse de su perrita Fortuna, con la que compartió casi 18 años, el silencio se instaló en su vida. Guardaron dos años de luto junto a su pareja, hasta que un día decidieron que necesitaban volver a tener compañía peluda. Porque quienes aman a los animales saben que la vida sin ellos no tiene mucho sentido. Así fue como llegaron a la perrera de La Fortuna, en Madrid. Ana, algo sobrecogida, le advirtió a su mujer: “Solo podemos llevarnos una. No dejes que me lleve más”.
Guiadas por una veterinaria maravillosa, recorrieron jaulas llenas de historias, hasta que la vieron. Una cachorrita de cinco meses, feliz, movía el rabo como si las estuviera esperando en el vestíbulo de un hotel de lujo. Cuando Ana y su pareja se agacharon, pasaron sus manos a través de la verja y la perrita colocó sus patitas sobre ellas, una sobre cada mano. Como si dijera: “Por fin habéis llegado”. La conexión fue inmediata. La llamaron Ara. Y, aunque entonces no lo sabían, no venía solo a acompañarlas. Venía a reconstruir sonrisas, a curar duelos, a llenar la casa de juegos y de miradas que dicen más que mil palabras. No traía varita mágica, pero sí algo mucho más poderoso: amor a tiempo completo. Porque hay cuentos que no empiezan con “Érase una vez”, sino con una patita que te toca el alma.
Ana Labordeta lleva en la voz el legado de la palabra y en los gestos la verdad de los escenarios. Ha brillado en series como Amar en tiempos revueltos o Acusados, y hoy vuelve a emocionar al público con su personaje en Diario de Sueños de libertad y su aclamado trabajo teatral en Camino al zoo. Pero si hay un papel que nadie ve, y que ella vive intensamente cada día, es el de cuidadora, amiga y compañera de Ara.
Podríamos hablar de Ana durante horas: de sus personajes, de su legado, de su apellido ilustre. Pero hoy, el foco lo ocupan cuatro patas y una mirada que lo cambió todo.
Hoy, la protagonista es Ara.
Ara, Ana,
¿Cómo estáis?
Pues estamos muy bien, ¿verdad, Arita?
Ara, con su color marrón y blanco, se levanta y la llena de besos. En los ojos de ambas se ve tanto amor…
Ana, ¿qué hay de verdad en este cuento que te acabo de leer? ¿Cómo fue?
Todo. Absolutamente todo, porque al final es un cuento real. Esta perra llegó justo después de que pasáramos el luto y el duelo por Fortuna. Cada cual gestiona la pérdida como puede y con las herramientas que tiene, pero, en nuestro caso, fue importante vivir ese proceso, atravesarlo de verdad. Un año después de que muriera Fortuna, teníamos amigas y amigos diciéndonos: “¿Por qué no adoptáis un perro?”. Nos enviaban fotos, sugerencias, mil cosas... y estuvimos a punto varias veces. Pero no fue hasta dos años después que apareció esta preciosidad en nuestras vidas. Fue muy gracioso, porque, cuando llegamos las dos, estábamos nerviosas, ¡muchísimo! Yo nunca había visitado una perrera y le dije: “Por favor, no dejes que me lleve a más de una”, porque sabía que me costaría elegir. Pero no pudimos adoptarla ese día; hacía solo tres días que había entrado en la perrera y hay un protocolo que obliga a esperar quince días, por si aparece el dueño y la reclama. Así que nos volvimos para casa. Recuerdo que fuimos a un bar, ya completamente enamoradas de Ara. Solo pensaba: “Por favor, que no aparezca nadie, que no venga nadie a buscarla, que de verdad la hayan abandonado”. A los quince días nos llamaron y fuimos a por ella.
Ara es un gran apoyo para Ana
¿Qué pensaste en ese primer momento, que la visteis?
En cuanto la vimos, ocurrió exactamente eso que contabas y nos sorprendió muchísimo: con una pata cogió la mano de Kathlyn y con la otra, la mía. Tenía una alegría tan desbordante que parecía que estuviera de vacaciones en un resort. A diferencia de los demás que, de algún modo, recurrían al chantaje emocional, ella simplemente irradiaba vitalidad. Además, llevaba muy pocos días allí. Me impresionó mucho su energía. Eso es algo que valoro profundamente, porque, como decía Almudena Grandes, creo que la alegría hay que buscarla, al igual que la resistencia. Por eso me conmovió tanto su entusiasmo, esa forma de estar viva.
¿Por qué elegiste el nombre de “Ara”?
El nombre de Ara viene de Aragón, de aragonés y del río Ara, en Huesca.
¿Cómo fue su entrada en casa?
Su entrada en casa fue muy especial. Recuerdo que, al meterla en el coche, no quería subir de ninguna manera, por lo que pensamos que, tal vez, la echaron de algún coche, aunque es solo una suposición. Fuimos las dos a buscarla, pero luego Kathlyn tuvo que irse a trabajar, así que me quedé sola con ella. ¡Da mucho vértigo encontrarte de pronto con un ser vivo al que no conoces! Ya tenía cinco meses; no era una cachorrita pequeña, no sabíamos cómo era, qué miedos traía ni qué cosas le gustaban. Además, yo tampoco tenía mucha experiencia; solo había tenido a Fortuna, así que no era precisamente una experta en perros. Nos observábamos mutuamente, ella a mí y yo a ella. Pero enseguida se sintió cómoda. Recuerdo que me senté en una silla y vino directa a meter su cabecita entre mis piernas, con las orejas bajitas, a hacer raíz, con el morrito bien encajado ahí, y se quedó un buen rato. Pensé: “Bueno, creo que esto va bien”. Justo coincidió que yo tenía poco trabajo, así que aproveché para hacer las cosas mejor que con Fortuna, a quien maleduqué bastante. Con Ara salíamos todos los días, pero no solo a pasear, sino a enseñarle. Tiene algo de border collie y es increíblemente inteligente. Además, necesitan estar mentalmente activos, te lo piden, te lo exigen. Con el tiempo llegó a distinguir unas treinta palabras con sus juguetes. Uno era la pelota, otro la banana, otro el osito, el cerdo... Le decías: “Tráeme el cerdo”, y te lo traía. “Tráeme la banana”, y lo mismo. Era increíble. Es una perra que podría haber trabajado en cine, sin duda.
Siento que se da cuenta de cómo estoy y me acompaña, pero sin volverse pesada ni exagerada
Ara tiene una mirada muy humana… ¿Qué crees que te dice con los ojos?
Te lo dice todo, absolutamente todo. Lo que quiere expresar te lo comunica sin rodeos y yo, por mi parte, la entiendo perfectamente. Te dice: “Déjame en paz, hoy quiero estar tranquilita, sola. Estoy feliz. Tengo calor. Dame de comer”. Te lo transmite todo. Incluso te dice lo mucho que te quiere. La verdad es que te lo cuentan todo.
Ana, hace unos años sufristeis una pérdida muy importante en casa, ¿qué papel jugó Ara en ese proceso de duelo?
Pues fue fundamental, porque cuando vuelves a casa después de trabajar, abres la puerta y ya no está la persona con la que compartiste 22 años de tu vida, la casa se te viene encima. El silencio es durísimo. La soledad también, porque no tienes a nadie a quien contarle cómo te ha ido el día, cómo estás; no hay abrazo, no hay compañía. Sí, puedes llamar a una amiga o a un amigo, pero no es lo mismo que la cotidianidad, ese compartir constante. Cuando todo eso desaparece, entras en un estado casi de desconexión, de no estar del todo en la realidad. Y entonces ella me devolvía a lo real. Me bajaba a tierra con ese orden que necesita: ahora me tienes que dar de comer, ahora hay que salir a pasear, ahora quiero jugar. Yo le decía: “Es que no tengo ninguna gana de jugar”. Y ella me respondía, con su mirada, con su actitud: “Pero yo sí tengo ganas y quiero hacerlo contigo”. Me ayudó muchísimo.
Ana y Ara son inseparables
Después de pasar por todo ese dolor, ¿recuerdas la primera vez que volviste a sonreír?
La primera sonrisa, incluso la primera carcajada, creo que me la arrancó ella. Fue con alguna tontería, no me acuerdo exactamente qué pasó, pero sí, me reí, y me río mucho con ella.
¿Qué hace Ara cuando te ve emocionada o melancólica?
Es una perra muy serena, y eso también me ha ayudado muchísimo. Tiene un equilibrio muy bonito. Le encanta jugar, salir; es muy cachorrona en ese sentido, muy adolescente, aunque no está encima de mí todo el rato. No es una perra faldera. Tiene sus rincones, los espacios que le gustan dentro de la casa. Aun así, siento que se da cuenta de cómo estoy y me acompaña, pero sin volverse pesada ni exagerada. Es como si me dijera: “Venga, tira para arriba. Venga, que hay cosas muy chulas por vivir”.
¿Y tú? ¿Cómo detectas su estado emocional?
Pues porque los perros son muy claros. Son muy transparentes, quiero decir. No sé cómo explicarte su estado emocional exacto, pero es evidente. ¿La ves? ¿La puedes ver?
En ese momento veo a Ara tumbada en el suelo, panza arriba, levantando la patita en un gesto juguetón que hace muy evidente la cantidad de amor que hay en ella.
Sigue…
Me está escuchando hablar, y está estupenda, feliz de que yo esté en casa, de sentir esta cercanía, aunque no estemos pegadas. Oye mi voz y creo que eso le gusta, la calma, la tranquiliza.
¿Cómo describirías a Ara con palabras que no sean “perra” ni “compañera”?
Mi aliada de vida, sin duda. Es el ser vivo con el que puedo ser más yo, con quien me siento completamente auténtica. Viajamos juntas, compartimos mucho. Desde hace ya varios años, le encanta el coche porque sabe que cuando se sube, casi siempre vamos a algún sitio bonito: la casa de un amigo con jardín, el mar… Es mi compañera de vida.
Siempre que vuelvo a casa, nos saludamos como si no nos hubiéramos visto en 10 años
Hablando de viajar, y lo acabas de decir, tengo entendido que compartís un amor especial por el mar… ¿Hasta qué punto es importante para vosotras?
Pues mira, para mí el mar, aunque vengo de tierra seca, siempre ha sido muy importante. Me da una serenidad enorme, una sensación de libertad que no encuentro en otro sitio. Podría quedarme horas sentada simplemente mirándolo. Una de las cosas que más disfruto es bañarme con Ara en el mar. Me encanta. Lo hacemos en Altafulla, que es donde solemos ir. Ahí, como en la mayoría de lugares, no permiten perros en la playa durante el verano, pero, a partir de las siete de la tarde, sí dejan en una zona de rocas donde puedes bañarte con ellos. Es precioso, porque justo a esa hora el sol se pone frente a ese lugar y se forma un rayo de luz sobre el agua, un reflejo dorado en el mar. Siempre vamos juntas a las siete de la tarde y nos damos unos baños maravillosos en ese rayo de sol. Ella es feliz. Ahora, como ya está más mayor, le cuesta un poco más porque le duele y se queja, pero aun así lo disfruta. Desde que conoció el mar, le gusta.
Cuando sale al parque se transforma por completo, pero, ¿y tú?, ¿cuándo te transformas para jugar con ella y vuelves a ser una niña de 8 años?
Poniendo voces de juego…
¡Con ella muchas veces! Como tenemos el osito, el cerdito, la banana... pues me pongo a cuatro patas a jugar con ella. Jugamos a ver quién puede más. Desde pequeña le enseñé un juego: ella coge cualquier juguete, da igual cuál sea, y se trata de tirar a ver quién es más fuerte. Hace unos ruidos que parecen de fiera, como si fuera a comerte, pero no hace nada. Tiene un ladrido muy grave, una voz muy potente, y yo le digo:
Poniendo voces de juego…
“Chica fuerte, chica fuerte, no, no, no...”.
Por la calle también le hablo y me imagino que la gente me mira pensando que estoy un poco loca, porque le voy diciendo: “Pero qué guapa eres, pero qué cosa más bonita…”. Y luego, en el parque o en el mar, claro, jugar con ella es volver a ser una niña. Pero una niña con mucho amor, porque es un juego en el que hay un vínculo muy fuerte, lleno de cariño.
¿Hay alguna costumbre o manía que os una especialmente?
Hay una cosa que le encanta. Tenemos muchos códigos entre las dos, pero uno de mis momentos favoritos es cuando damos el último paseo de la noche y le quito el collar, que es una forma de decirle que el día ya se ha terminado, que ya todo ha acabado por hoy. Me recuerda a una época difícil: hace años, mi madre tuvo tuberculosis y la medicación era muy fuerte; lo pasó muy mal y estuve con ella, igual que ahora. En ese momento buscaba cosas que también pudieran entretenerla un poco, y se me ocurrió colgar el collar en la rosca del radiador. Una mañana le dije: “Coge el collar”. Desde entonces, es un ritual. El día que no lo hago, me lo reclama. Todas las noches tengo que dejarlo colgado en el radiador. Por la mañana, le doy la comida y después me mira como diciendo: “Falta algo”. Me hago la despistada, como si no supiera de qué va el tema, y me pongo con el desayuno. Entonces ella, que no es una perra ladradora, me toca suavemente con la pata, muy sutil, pero se queda quieta, mirándome, esperando.
Ana replica la mirada de Ara: Es una mirada fija, imperturbable, candidata a ganar el juego de a ver quién aguanta más la mirada.
Y puede estar así, quieta, mirándome durante diez minutos, como si me estuviera mandando la energía, esperando sin prisa. Entonces le digo: “¡Coge el collar!”. Ella lo agarra, yo se lo pongo y le doy un trozo de manzana. A partir de ahí, empieza el día para ella.
Cuando ensayas en casa, ¿qué lugar ocupa Ara?
Yo tengo un truco, pero no es mío, se lo oí a Ana Lizarán. Es una anécdota que leí y me gustó muchísimo: Estaban ensayando La noche de las Tríbadas, una función que hice muchos años después. Busqué información porque quería entender mejor la obra, y porque a Ana Lizarán no tuve muchas oportunidades de verla en teatro, aunque las pocas veces que la disfruté, me pareció una actriz enorme. No es que me lo pareciera, es que lo era. Siempre estaba dando, entregándose por completo. Una de las cosas que escuché, durante los ensayos de La noche de las Tríbadas, que dirigía Fabià Puigserver, es que el perro de uno de ellos iba con ellos a los ensayos y acabó convirtiéndose en un termómetro. Si hablaban con verdad, con naturalidad, como si realmente estuvieran manteniendo una conversación, el perro miraba y escuchaba con atención. Pero si se ponían más teatrales, si se notaba la impostación, perdía el interés y se tumbaba. Desde entonces, estudio mucho mis textos con Ara. Estamos así de locas. Los pasamos juntas, porque es verdad: si colocas el texto en el habla, si lo haces sonar como parte del lenguaje cotidiano, no como algo aprendido o recitado, entonces el perro te escucha. Porque parece que le estás hablando a él. Hay mucho texto que lo ensayo con Ara porque es mi termómetro, y eso se lo tendré que agradecer siempre a la gran Lizarán.
Con Ara volví a sonreír, incluso a reír a carcajadas
¿Ara te acompaña al teatro?
Ara es una perra de camerino. Recuerdo que, haciendo la función El padre con Héctor Alterio, como Kathlyn ya estaba enferma, me la llevaba al teatro todos los días. Héctor empezó a traerle galletas y todo el día estaba con ella en su camerino. Héctor, que es lo más amable del mundo, me decía: “Déjala aquí con una galletita”. Fue un momento muy bonito. Es una perra que, como entenderás, yo siempre la llevo con su toallita, su agua y le digo: “Ahora empieza la función, no se habla, no se ladra”. Y te puedo asegurar que jamás ha ladrado.
Si tuvieras que escribir un personaje basado en ella… ¿Cómo sería?
Creo que sería una mujer vital, curiosa, inteligente, tierna y divertida. No sabía si era inteligente porque aún no la conocía, pero lo que recibí de ella cuando la vi por primera vez en su jaulita fue eso.
Si tuvieras 48 horas para poder hablar con ella de tú a tú, ¿cómo las aprovecharías?
¡Guau! Qué fascinante. Me encantaría que eso pudiera pasar porque a veces creo que, aunque presumimos que nos entendemos —y es verdad que lo hacemos—, también hay mucho misterio. Me gustaría hacerle tantas preguntas que no se trataría tanto de ir a algún sitio; quizás solo iríamos al parque, nos sentaríamos en la hierba y le preguntaría una y otra vez, mientras ella me haría preguntas a mí, me imagino. La gente nos miraría y se preguntaría: “¿Qué está ocurriendo?”. Serían todas esas preguntas como: ¿De dónde vienes? ¿Qué te pasó? ¿Sentiste la muerte de Kathlyn? ¿Cómo se leen tus patitas? ¿Eres feliz? Miles de preguntas.
Hablando de amigos, ¿cómo se lleva con tu entorno social/teatral/televisivo?
La aman, la aman, la aman. Te cuento una anécdota muy graciosa. Vivo en un quinto piso, con muchas puertas, y al fondo hay una chica francesa que lleva tres años alquilando y tiene pavor a los perros, una fobia que a ella misma le molestaba. Muchas veces tengo la costumbre —mala costumbre— de salir sin enganchar a Ara para coger el ascensor. En alguna ocasión, esa mujer estaba en el ascensor y, al entrar Ara directamente, yo le decía: “Perdón, perdón, perdón”, y ella se iba. También, cuando esperábamos en el ascensor y ella llegaba, mostraba mucho miedo. Al darse cuenta de que Ara es muy buena, intentó acercarse poco a poco, a pesar de su fobia. ¡Incluso un día bajamos juntas en el ascensor porque ella quiso! Se obligó a hacerlo, pero lo pasó fatal. Entonces, hace unos meses, me la encontré y me dijo que había ido a una terapia para superar su miedo a los perros. Yo le dije: ”¿En serio?” Me explicó que no podía acercarse a Ara, a quien se le veía tanta bondad, y que sabía que el problema era suyo. La siguiente vez que nos vimos, se acercó y la tocó. Arita quería ayudar a esta mujer a superar su temor y, además, los amigos y la familia la llaman “la Universitaria”, por lo lista que es.
La actriz Ana Labordeta, junto a su querida perra Ara
Hablando de miedos, ¿os acompañáis en vuestros miedos?
Ella me acompaña en todo, y también en sus miedos, por supuesto. Solo teme dos cosas: los fuegos artificiales y los petardos. Ver a esta perra serena, tranquila, alegre, cómo tiembla, jadea y se esconde en el baño sin querer salir, es muy duro. Aunque le hable con la voz más suave, dulce y amorosa, parece que ni siquiera me percibe en ese momento, porque lo pasa realmente mal. Intento estar a su lado, abrazarla, tranquilizarla y decirle que no pasa nada. Ese miedo lo comparto y la acompaño siempre.
¿De qué habláis?
Siempre se lo cuento todo al volver del ensayo. Primero nos saludamos como si no nos hubiéramos visto en diez años; eso pasa todos los días, las dos igual. Luego, mientras preparo la comida, le cuento que el ensayo fue bien, que estoy contenta porque descubrí tal cosa, que aprendí no sé qué. Le hablo, le cuento todo, porque ahora estamos solitas y es como mi cómplice.
Si tuvieses que resumir vuestra historia en un título… ¿Cómo se llamaría?
Algo así como... “Nunca pensé, o jamás imaginé, que mi perra, Ara, me salvara, pero lo hizo”. Porque sí: me salvó. Yo también hice mi parte, pero ella me sacó de una depresión fuerte, en esos momentos donde el trabajo escaseaba y te comes mucho la cabeza.
Ana, completa la frase… “La vez que me equivoqué con Ara fue…”
Fue este verano en Altafulla. Yo quería que siguiera siendo esa perra adolescente, juguetona e incansable, y a la pobre mía se lo hice pasar mal, porque la llevaba a una playa nudista que nos encanta, pero donde hay que caminar mucho y hace un calor tremendo. Creo que ahí me equivoqué.
¿Un secreto vuestro?
No te lo puedo decir porque entonces dejaría de ser un secreto.
A veces no hace falta remontarse a papeles memorables ni a premios para descubrir la parte más luminosa de una actriz. Basta con verla hablar de Ara. Con cada palabra, Ana Labordeta revela que el verdadero escenario de su vida lo comparte con una familiar de cuatro patas, sin guion, sin aplausos, pero lleno de sentido. Ara no es solo una compañera; es el hilo que volvió a tejer su alegría, la primera risa tras el silencio. Y mientras Ana habla de sus miradas, sus rutinas y ese mar que ambas comparten, una cosa queda clara: no hay mayor acto de amor que el de dejarse cuidar por alguien que no necesita decir una sola palabra para reconfortar tantísimo. ¿Y si Ara no llegó solo para acompañarla, sino para enseñarle algo esencial? Sobre esto podríamos hablar durante horas, pero bueno… Esa es otra historia.


