Los tres humanos se quedaron inmóviles, sorprendidos al ver aquella centella de pomerania, de pelo rojizo y ojos inyectados, pasar por debajo de sus piernas, asustar a Tigre, que se erizó y salió despavorido en dirección contraria, y correr después escaleras abajo.
—¡Luna! —soltó Antonio.
—¡Rayo! —gritó Julián.
Antonio, sin pensárselo dos veces, se lanzó tras el perro. A pesar, no solo de su supuesta incapacidad, sino también de lo mucho que para esos menesteres le debía de incomodar la muleta, corrió detrás de aquel animal como si fuera un veinteañero. Julián, atónito por tanto alboroto repentino, no se le quedó a la zaga y le siguió veloz, no sin antes tropezar con Max que se había quedado como un pasmarote en mitad del pasillo, con el trasportín en la mano.
—¡Lunita! ¡Ven aquí, cariño! —gritaba Antonio, mientras descendía las escaleras.
—Vuelve a casa, Rayo, ¡joder! —respondía dando voces Julián.
Según íbamos bajando, algunas de las puertas de las viviendas se fueron abriendo para presenciar la escandalera provocada por un perrete perseguido por tres humanos de nuevo al ritmo de la música de Star Wars, pues el teléfono de Max volvía a sonar con insistencia.
Ya en la planta baja, el pomerania se detuvo en el vestíbulo. Antonio llegó el primero, respirando con dificultad pero con una expresión de alivio en su rostro. Le seguía Julián, que en el descenso apresurado a punto había estado de partirse la crisma, y por último llegamos Max y yo.
—Lunita... —murmuró Antonio, arrodillándose para abrazar al animal, que le ladraba con mucho recelo.
Julián, visiblemente alterado, negó con la cabeza.
—¡Suelta al chucho antes de que te muerda, Antonio! ¿Acaso no eres capaz de distinguir a tu propio perro? Este es Rayo, el de mi sobrina, que hace un rato nos lo ha dejado en casa, mientras bajaba a comprar al supermercado —explicó, arrancándole de un zarpazo al perro de las manos.
Max, al darse cuenta del equívoco, suspiró profundamente, me depositó en el suelo e intentó calmar la situación, no sin antes silenciar la inoportuna musiquita de su teléfono.
—Tranquilo, Julián. Es evidente que ha sido solo un malentendido —le dijo tocándole el hombro—. Y en cuanto a ti, Antonio, ¿no ves que esto no nos lleva a ningún lado? Se parecen sí, porque a mí todos estos chuchos también me parecen iguales, pero está claro que esta no es Luna. Así que, lo que creo que deberías hacer ahora es pedir disculpas a Julián.
Antonio, todavía frustrado, dudó un momento y, aunque le costaba darse por vencido, no tuvo más remedio que aceptar la situación y mirar a Julián bastante avergonzado.
De vuelta a la calle, Max y Antonio caminaron en silencio. Los dos notaron el frío del momento, como si fuese una losa, y la creciente penumbra del anochecer como si las sombras presagiasen una inminente rendición.
—¿Y ahora qué hacemos? —preguntó Max. —Tal vez deberíamos preguntar en el súper. Quizás alguien la haya visto allí —sugirió, tratando de consolar al vecino.
Antonio respiró hondo y miró a su alrededor, un tanto pensativo. Resultaba evidente su abatimiento, con su cuerpo lacio y su semblante triste. Pero en ese instante abrió la mano y, observando el iridiscente destello que la luz ambarina de la farola más cercana proyectaba en el cristalito desprendido del collar de Luna, su semblante se iluminó por completo.
—Necesitamos ayuda —exclamó.
—Pues no sé a qué otro idiota vas a convencer de que te acompañe a estas horas en tu absurda cruzada.
—Me refiero a otro tipo de ayuda —dijo sonriendo mientras con el mentón señalaba un punto en el edificio de enfrente.
Max dirigió su mirada en la misma dirección y, al instante, entendió lo que Antonio le estaba proponiendo.
—No lo dirás en serio, ¿verdad?
Cuando abrimos la puerta de Karma nos encontramos a Madame Celeste prendiendo unas velas. Una luz indirecta confería a la tienda una acogedora calidez. La decoración, eso sí, era abigarrada y excesiva, con crucifijos e imágenes de santos colgados de las paredes y esculturas y trastos por todas partes. Además, como el olor a incienso era del todo insoportable, por un momento pensé que si la vacuna que me había puesto Paco el veterinario no había conseguido tumbarme, el tufo de aquel exótico lugar estaba a punto de conseguirlo.
—Ave María purísima. ¿Se puede? —preguntó Antonio.
—Por supuesto, amor —respondió la vidente, con un marcado acento sudamericano y una zalamería del todo inesperada. —Te estaba aguardando—concluyó acariciando la mano de Antonio cuando este la apoyó en el mostrador.
Antonio, sorprendido por el caluroso recibimiento que le dispensaba aquella mujer de más o menos su misma edad, alta, de grandes pestañas y una larga y hermosa melena rubia, pareció turbarse. Max les observaba sin percatarse de lo que a cualquiera le hubiese parecido un evidente flechazo.
Madame Celeste esbozó una sonrisa enigmática mientras tomaba asiento en una mesa cubierta con un mantel de terciopelo rojo que quedaba al lado del mostrador y delante de unas estanterías donde se exponían libros de magia, remedios mágicos, cremas y ungüentos.
—¿Qué les trae por aquí, queridos? No. No me lo digan —colocando sus índices en las sienes y cerrando los ojos pareció concentrarse— Se trata de una ausencia, ¿verdad?
—Pues... sí. Estamos buscando a mi perrita Luna —dijo Antonio, impresionado—. Se perdió hace unas horas y no hemos podido encontrarla.
Madame Celeste volvió a cerrar los ojos unos segundos más, de nuevo en silencio.
—La energía de esa perrita es fuerte. Ella está cerca, pero algo la retiene —anunció, provocando un pequeño escalofrío en los presentes.
—¿Retenida por quién o por qué? —preguntó Max, escéptico por naturaleza.
Madame Celeste, sin atender la pregunta, miró fija y dulcemente a Antonio.
—Hay una presencia que no quiere que vos encuentres a Lunita, Antonio. Un espíritu inquieto que ronda tu casa y que parece tener algún asunto pendiente contigo. Habrá que solucionarlo.
Antonio pensó al instante en su difunta Concha, claro, y no pudo evitar sentir un nudo en el estómago. Y aunque no podía creer lo que estaba escuchando, algo en la seriedad y la melosidad de la vidente lo convenció al mismo tiempo de que ciertamente algún peligro le acechaba.
—Y digo yo, sin ánimo de molestar —se atrevió a aportar Max—, ¿no sería más práctico salir a buscar a la perrita por los alrededores, poner carteles en las farolas...?
Pero Antonio, totalmente embobado por el candor de aquella mujer, dijo:
—No le haga caso a este joven, querida mía. ¿Cómo podemos ayudar a ese espíritu a que se tranquilice y nos permita recuperar a Luna? —preguntó, dispuesto a hacer lo que fuera necesario.
—En primer lugar, vos puedes tutearme y llamarme Pura. Celeste es solo mi nombre comercial —dijo sonrojada, como si hubiera desvelado un pequeño secreto—. En segundo lugar, para que pueda ayudarte me temo que no queda otra que invocar su presencia —dijo Pura, o Madame Celeste, sacando una tabla Ouija de un cajón y poniéndola sobre la mesa— Pero eso sí, advierto que no será fácil. Necesitamos valentía y fuerza para enfrentar lo que se avecina. Esto, señores, es una cuestión de ausencias, de espíritus rebeldes, de difuntos —terminó casi murmurando.
—Bueno, pues nada —interrumpió Max visiblemente asustado — Les dejo solos que empieza a ser tarde y es la hora de la cena de Zac —concluyó cogiendo del suelo el trasportín.
Yo maullé desilusionada, pues me parecía que por fin la trama se ponía emocionante.
—¿Pero que hacés? Vos no podéis marcharte, querido —advirtió Madame Celeste—. Para que funcione el encuentro con el espíritu, el círculo tiene que cerrarse con todos los miembros del equipo.
—¿Pero qué equipo, señora? Si yo estaba en mi casa tan tranquilo y me he visto arrastrado hasta aquí.
Antonio, ajeno a la conversación, seguía ensimismado con todos los gestos de la vidente, con su dulce acento y sus sutiles parpadeos.
—Lo que haga falta, Celeste, digo, Pura. Nos ponemos en tus manos. Cualquier cosa por recuperar a Luna.
—Pues no se hable más —dijo aquella señora mientras se levantaba de la mesa y se aprovisionaba de lo necesario: un enorme libro de conjuros con las tapas gastadas, un tapete de fieltro de color azul eléctrico, varias velas y varitas de incienso— Vamos. No perdamos ni un segundo.
—¿Ir? ¿Adónde? —preguntó Max sin saber cómo escabullirse.
—¿Dónde va a ser? Al vórtice energético. Al epicentro del drama... —susurró Pura, tras una pausa dramática— A casa de Antonio.
(Continuará)