La pomerania Luna reaparece... ¿o tal vez no? La gata Zac lo sabe, pero no piensa contárselo a nadie

Capítulo 7 de 7

En el desenlace de 'Un misterio irrelevante', el misterio se resuelve, pero los problemas solo cambian de forma: cacatúas, iguanas, y un edificio que nunca conocerá la paz

Último episodio de “Un misterio irrelevante”: la desaparición de Luna se convierte en un recuerdo, la vidente se instala, y Zac demuestra que, como siempre, los gatos lo sabían todo desde el principio

Último episodio de “Un misterio irrelevante”: la desaparición de Luna se convierte en un recuerdo, la vidente se instala, y Zac demuestra que, como siempre, los gatos lo sabían todo desde el principio

Recraft

Me asomo al patio y escucho el trino constante de los pájaros que, posados en los árboles del jardín de un edificio vecino, anuncian de forma escandalosa la llegada del buen tiempo. La primavera ya está aquí, con sus tardes soleadas y sus gramíneas. Atrás quedaron los fríos del invierno y las lluvias torrenciales que cayeron a finales de marzo e inicios de abril. Y también pudimos dejar atrás la maldita Navidad, con sus lucecitas y sus villancicos, aunque desde entonces arrastremos el recuerdo del estúpido episodio de la desaparición de la perrita Luna.

Oigo a Max estornudar. Ya está otra vez con su alergia.

Como advertí cuando empecé esta narración, entre felinos ─que además de ser más listos, también somos menos dados a hacer montañas de granos de arena─, la historia de lo ocurrido con la antipática pomerania del piso de arriba hubiera pasado por una anécdota intranscendente, por un acontecimiento sin la menor importancia dentro de la cotidianidad de una comunidad vecinal como la nuestra. Pero como fue cosa de humanos y ─aquí a nadie se le escapa─ a algunos humanos les gusta el drama más que a un tonto un lápiz, las consecuencias de la aventurilla de la perrita de nuestro ínclito vecino aún continúan trayendo cola meses más tarde.

Si hasta ahora no lo he explicado mal, nos habíamos quedado en el piso de Antonio mirando los tres por la ventana, mientras madame Celeste continuaba recogiendo los utensilios que acababa de utilizar en lo que sigo pensando que no fue más que una pequeña farsa para conseguir lo que al final pretendía, que no era otra cosa que la atención y los cariños del propio Antonio.

¡Ostras! ¡Luna! Es Lunita —exclamó este, entre entusiasmado y perplejo.

La misma —certificó Max con una sonrisa condescendiente.

¿Y qué hace dejándose acariciar por ese tipo, con lo remirada que es ella?

¿Ha aparecido Lunita? —preguntó Pura un tanto aliviada— Eso han sido los espíritus que, como he hecho las cosas bien, al final han decidido ayudarnos.

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Max y yo la miramos incrédulos.

En el mismo instante en que Antonio fue a abrir la ventana, el desconocido, un hombre mal vestido, con barba espesa y desaliñada que arrastraba un viejo carrito de la compra, cogió en brazos a una encantada Luna, la acarició en la testuz y la besó en el hocico, y luego se marchó con ella doblando la esquina.

¡Que esa es mi perra! —gritó Antonio en mitad de la noche.

Entre recoger los bártulos de la vidente, meterme a mí en el trasportín y que Antonio encontrara las llaves de su casa, hecho como estaba un manojo de nervios, por mucha prisa que nos dimos en bajar los dos pisos, cuando llegamos a la esquina del supermercado ya no había rastro ni de la perra ni del enigmático individuo. Lo único que encontramos tirado junto a un contenedor fue el collar de falsos brillantes que llevaba el animal, que Antonio recogió y apretó entre sus manos con el fervor de quien posee una reliquia.

Hay que ir a la policía a denunciar —dijo Antonio, nervioso.

Justo lo que tendrías que haber hecho hace ya un par de horas—respondió Max.

Acompáñame —le pidió un Antonio suplicante.

¡Vas listo! Que te acompañe tu nueva amiga —le contestó Max mirando de reojo a la vidente que, cargada con todos sus cachivaches, se dirigía directamente a la puerta de su negocio— ¡Suerte! Zac y yo nos vamos a casa.

He de confesar que la estampa de Antonio plantado en medio de la oscura calle, solo, con los ojos humedecidos en lágrimas y aferrado al collar de su perra, daba un poquito de pena, aunque tampoco es que me conmoviera en exceso. Así que Max y yo volvimos a casa, cansados y un poco hartos de tanta peripecia innecesaria. De camino al portal Max se sacó el teléfono del bolsillo y comprobó que tenía varias llamadas de Mabel que no había podido atender. Por un momento se le iluminó el rostro. Pero, justo cuando vi que se disponía a devolverlas, maullé pidiéndole que se lo pensase mejor. Y pareció entenderme pues, a pesar de que aún dudó un instante, al final se volvió a guardar el smartphone y continuamos en dirección a casa.

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Al día siguiente supimos que Antonio había ido a la policía a interponer la consiguiente denuncia, en la que refirió que un individuo con pinta de vagabundo, al que describió sin más detalle, se había llevado a su perrita en mitad de la noche. “Con nocturnidad”, le exigió al municipal que anotase. Acompañado de Pura también inundó el barrio de carteles con la foto de Luna y un teléfono de contacto, que pegó en todas las farolas y en las puertas de varios negocios, incluso puso uno en la clínica del sádico de Paco.

Pero Luna no apareció.

La que sí que comenzó a aparecer con mayor frecuencia por el edificio fue Pura que, de golpe y porrazo, se erigió en el consuelo de nuestro afligido Antonio y, con el paso de las semanas, prácticamente se instaló en la finca convirtiéndose en una nueva vecina. Resultaba de lo más curioso oírle hablar con un acento argentino de lo más convincente cuando se mostraba en público, y perderlo cada vez que traspasaba el portal y ejercía el rol de nueva pareja de facto de un Antonio que, estando tan bien acompañado, no tardó demasiado en relajarse, en volver a sonreír y en olvidar por tanto la ausencia, no solo de su amada Lunita, sino también de su añorada Concha que, hay que recordar, había bendecido la unión de esta nueva pareja en aquella extraña sesión de espiritismo.

Los que sin duda hemos salido perdiendo con esta nueva realidad comunitaria somos el resto de los vecinos. Es verdad que ya no sufrimos los estridentes ladridos de la dichosa pomerania, lo que sin duda se agradece, pero no es menos cierto que la vidente se ha traído consigo media arca de Noé. A saber: una iguana de aspecto temible que tiene acobardados a todos los críos del edificio, tres cobayas que, por las quejas del propio Antonio, parece que le llenan el piso de diminutas cagarrutas, y un par de esperpénticas cacatúas que no paran de dar la tabarra a todas horas, de día y de noche, cantando coplas, gritando olés y repitiendo hasta el aburrimiento “Celeste, Celeste, cuánto te quiero”.

En fin, una tortura.

Max sigue soltero. Y al respecto he de decir una cosa. La mejor y más curiosa cualidad que tenemos los gatos no es la de caer siempre de pie, ni la visión nocturna, ni siquiera la de que podamos dormir siestas interminables. La mejor de todas, y probablemente una de las más desconocidas de nuestras fantásticas facultades, es el don para detectar de forma infalible a los humanos que no nos van a caer bien. Eso quiere decir que nada más verlos, sin necesidad de rozarnos a ellos y captar así las debidas vibraciones, somos capaces de detectar con una exactitud científicamente acreditada, tanto a los miedosos, como a los que nos odian, como a esos otros con quienes, por cualquier otro motivo, ni vamos nunca a congeniar, ni va a haber ningún tipo de feeling, por mucho que ellos se esfuercen en conseguirlo.

Y eso es precisamente lo que me pasó a mí con Mabel al verla por primera vez, de ahí que no pueda hacer otra cosa que celebrar que Max no haya vuelto con ella, a pesar de que eso me obligue a seguir escuchando, de vez en cuando, algún que otro lamento de cuarentón despechado.

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Pues así están las cosas unos meses después de lo ocurrido con Luna a la que, por cierto, soy la única del barrio que la ha vuelto a ver. Porque muchas noches, cuando no puedo dormir, me siento en el lomo del sillón y asomada a la ventana la veo pasar con su nuevo amigo, el vagabundo, mientras este revisa los contenedores de basura de enfrente del súper recogiendo cartones, metales y viejos electrodomésticos que supongo luego aprovecha para vender. Se la ve feliz, relajada y tranquila. Sentada junto al carrito de la compra, suelta, sin collar ni correa, mueve el rabo de contenta mientras espera animosamente a que su nuevo compañero termine el trabajo. Luego los veo marchar despacito, caminando al mismo paso, y desaparecen durante unos días, o una semana, hasta que de forma inesperada se dejan ver de nuevo.

Anoche, precisamente, vi cómo Luna miraba hacia arriba, hacia los balcones del edificio, y por un momento cruzamos las miradas. No detecté en ella el menor atisbo de pena o sentimiento alguno de nostalgia, solo percibí una sosegada indiferencia que, he de confesar, hasta me dio algo de envidia.

Otro estruendoso estornudo más.

Venga, Zac, ve preparándote que hoy toca de nuevo visita al veterinario —dice Max, sacándome de mi ensimismamiento.

¡Qué vida la mía!

FIN

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