La revista El Grand Continent se hace eco del testimonio de Sam Altman ha dado un giro filosófico a su discurso tecnológico. Habla de una “gentle singularity” (una singularidad suave), entendida como el punto en que la inteligencia artificial no sólo supera a los humanos en capacidad cognitiva, sino que lo hace de manera progresiva, sin apocalipsis.
El cerebro digital

OpenAI es la empresa que sacó Chat GPT, herramienta muy utilizada por mucha gente en el ámbito laboral y académico
Según Altman, ChatGPT ya ha cruzado esa línea en múltiples tareas. Cientos de millones lo utilizan a diario y con resultados más eficientes que cualquier humano. Para él, esto no es ciencia ficción, sino el inicio de un nuevo contrato social donde la IA será la principal herramienta del progreso.
Este avance no se limita a la productividad. En sus palabras, el futuro estará marcado por sistemas que no sólo razonan, sino que también diseñan nuevas soluciones científicas, escriben código, sugieren tratamientos médicos o incluso crean empresas completas. Se está construyendo un cerebro para el mundo con la ambición de universalizar el acceso a la superinteligencia de forma democrática y segura.
La visión de Altman no se reduce al plano técnico. Es consciente de los dilemas éticos, económicos y medioambientales que conlleva el desarrollo de modelos como GPT-4 o los futuros agentes autónomos. En este sentido, subraya la importancia de la alineación: que la IA respete valores humanos a largo plazo. El reto, dice, no es sólo crear una IA potente, sino también justa. De ahí su insistencia en la necesidad de que la superinteligencia sea accesible para todos y no quede en manos de una élite tecnológica.
El impacto de esta tecnología

Un usuario usando ChatGPT
Una parte central de esta visión es el impacto energético. Cada consulta a ChatGPT consume 0,34 vatios-hora, una cifra que puede parecer anecdótica pero que, multiplicada por millones de interacciones diarias, plantea interrogantes sobre sostenibilidad. Aun así, Altman cree que el coste de la inteligencia convergerá con el de la electricidad, especialmente si se automatiza la producción de centros de datos. Y aquí emerge otra de sus apuestas: los robots que fabrican robots, una metáfora que, por audaz que parezca, está en camino.
La transformación también alcanzará al empleo. Aunque Altman admite que desaparecerán profesiones, sostiene que surgirán otras nuevas más satisfactorias. El progreso, asegura, debe ir acompañado de una redefinición del contrato social, como ya ha defendido anteriormente proponiendo una renta básica financiada con impuestos al capital y no al trabajo. Altman no describe un futuro dominado por las máquinas, sino uno donde la humanidad se potencia gracias a ellas. Si su visión se cumple, la década de 2030 no será un salto, sino una evolución constante.