Tom McAllister, novelista y profesor de Escritura Creativa en la Universidad de Temple, no oculta su frustración al corregir trabajos estudiantiles. En uno de sus cursos sobre memorias personales, esperaba encontrar textos crudos, intensos, reflexivos. En su lugar, recibió un ensayo de 2.000 palabras “plano y sin vida”, elaborado con la prosa impersonal que delata a ChatGPT. “¿Qué estás diciendo sobre tu vida si ni siquiera te molestas en reflexionar sobre ella?”, se preguntaba en una columna de opinión del New York Times, donde compartió su inquietud sobre el uso creciente de inteligencia artificial en contextos creativos.
La escritura como acto de resistencia
Chat GPT app icon is seen on a smartphone screen, Monday, Aug. 4, 2025, in Chicago. (AP Photo/Kiichiro Sato)
La gota que colmó el vaso fue comprobar que, incluso en tareas profundamente íntimas como escribir sobre una obsesión personal, algunos estudiantes optaban por delegar en una máquina. Para McAllister, esto no sólo es un ejemplo de deshonestidad académica, sino una degradación de nuestra memoria y humanidad. Como él mismo afirma: “La tentación de usar la IA como atajo es síntoma de una cultura que ha devaluado tanto la escritura como la lectura”.
Mientras McAllister alerta sobre el vacío emocional que deja una redacción automatizada, otras voces en el ámbito educativo adoptan una visión más matizada. En el estudio publicado en la revista de medios y educación Pixel Bit, investigadores de la Universidad de Almería analizaron cómo ChatGPT afectaba a la escritura académica de 33 estudiantes del Grado de Educación Infantil. La investigación, estructurada en tres fases, reveló que la herramienta puede mejorar aspectos como la cohesión y el uso de lenguaje técnico. No obstante, también detectaron problemas que no pasan desapercibidos: errores gramaticales, abuso de gerundios o fallos en el uso de conectores.
A pesar de los beneficios en la forma, muchos alumnos (según dicho estudio) tendieron a usar ChatGPT como un atajo, “copiando frases literales sin adaptarlas”, lo que pone en entredicho la calidad del aprendizaje. El informe concluye que su uso es más efectivo cuando los estudiantes ya tienen habilidades argumentativas y críticas bien desarrolladas. Sin esa base, la IA puede acentuar carencias más que solventarlas.
Para McAllister, enseñar a escribir no es sólo enseñar a juntar palabras. Se trata de un ejercicio vital que permite, en sus palabras, “definir quién eres, en parte revisitando experiencias difíciles, analizándolas y complicándolas en el relato”. Esta lucha contra la eficiencia vacía le lleva a una defensa tajante de los procesos incómodos y lentos que dan forma a una escritura auténtica.
Su postura no es un rechazo total a la tecnología, sino una invitación a reflexionar sobre cómo se usa. Frente a la alta demanda de la productividad, defiende la necesidad de volver a lo esencial: el esfuerzo, la duda, la revisión constante. “La magia en una memoria surge cuando un lector conecta con la conciencia única al otro lado de la página”, dice. Y esa conexión, esa chispa de humanidad, es algo que (de momento) ninguna inteligencia artificial puede imitar.


