“Los más irremplazables componentes del iPhone —leemos en el libro Chip War, la guerra de los chips, de Chris Miller—, en efecto, se diseñan en California y se ensamblan en China. Pero solo pueden fabricarse en un lugar: Taiwán”. Esta pequeña isla, epicentro de una de las tensiones geopolíticas más calientes del planeta, se ha convertido en el taller indispensable de la civilización moderna.
Semejante dependencia ha creado una vulnerabilidad tan extrema que un conflicto en el Estrecho de Taiwán no solo desataría una guerra, sino que provocaría el apagón instantáneo de la economía global. Es decir que, de alguna manera, construimos el castillo digital sobre la falla tectónica más activa del mundo.
Esta concentración casi inverosímil no es un accidente geográfico, sino el resultado de la visión de un solo hombre: Morris Chang. Forjado como experto en fabricación en Texas Instruments y educado en las mejores universidades de Estados Unidos, Chang fue apartado de la carrera por el puesto de CEO.
Fue entonces cuando el gobierno taiwanés le ofreció la oportunidad de construir desde cero la industria de semiconductores de la isla. En 1987 fundó Taiwan Semiconductor Manufacturing Company (TSMC) con un modelo de negocio revolucionario: una “fundición pura” que no diseñaría sus propios chips, sino que se dedicaría exclusivamente a fabricar los diseños de otras empresas.
Taiwan Semiconductor Manufacturing Company Limited, la empresa encargada de fabricar la mayoría de chips
Aunque el ensamblaje final ocurra en China, los componentes más irremplazables del dispositivo —su cerebro, su alma de silicio— solo pueden fabricarse en un lugar: Taiwán.
Como suele ocurrir con este tipo de emprendimientos, la idea fue recibida con escepticismo. El cofundador de Intel, Gordon Moore, llegó a decirle: “Morris, has tenido muchas buenas ideas en tu vida. Esta no es una de ellas”. Chang perseveró y su modelo desató la revolución fabless (sin fábrica), permitiendo que miles de empresas como Nvidia, Qualcomm o Apple pudieran diseñar los chips más avanzados del mundo sin necesidad de invertir miles de millones en sus propias plantas. TSMC se convirtió en el taller de todos, y Taiwán, en el nodo neurálgico de la innovación mundial.
Esa indispensabilidad tiene un nombre técnico: un “punto de estrangulamiento” (choke point). La cadena de suministro de semiconductores es la más compleja jamás creada por la humanidad, y ciertos eslabones son tan especializados que están controlados por una o dos empresas en todo el mundo. TSMC es, sin duda, el más crítico de todos. Hoy produce más del 90% de los chips lógicos más avanzados.
Portada de Chip War, de Chris Miller
La experiencia, la maquinaria de precisión (como las máquinas de litografía de la holandesa ASML, otro punto de estrangulamiento) y el conocimiento acumulado en sus fábricas son prácticamente imposibles de replicar a corto plazo. La escasez de chips durante la pandemia, que paralizó industrias enteras como la del automóvil, fue apenas un temblor. Un bloqueo o una invasión de Taiwán sería el terremoto definitivo, una detención en seco de la producción de todo lo que lleve un interruptor, desde un misil hasta una tostadora.
Conscientes de esta realidad, los propios taiwaneses han acuñado un término para exponer su precaria situación: el “Escudo de Silicio”. La teoría es que la dependencia global de sus chips hace que la isla sea demasiado importante como para permitir que caiga en manos de China. Proteger a Taiwán no es una cuestión de ideología, sino de pura supervivencia económica para Estados Unidos, Europa y Japón.
Sin embargo, como narra Chip War, este escudo es un arma de doble filo. Esa misma importancia estratégica es lo que convierte a la isla en el objetivo más valioso y tentador para Pekín, que considera la autosuficiencia tecnológica una cuestión de seguridad nacional.
La “guerra de los chips” ha dejado de ser una metáfora. Es una confrontación activa en la que el control de la tecnología más importante del mundo está en juego. O, como afirmó el CEO de Intel, Pat Gelsinger, “Dios decidió dónde están las reservas de petróleo, nosotros podemos decidir dónde están las fábricas”. La pregunta que queda en el aire es si eligieron el lugar correcto.


