La nueva versión de Superman dirigida por James Gunn está dando que hablar. Algunos creen, de hecho, que quizás es el modelo de héroe que, parafraseando al comisario Gordon de El caballero oscuro de Nolan, más que merecer, venimos necesitando. Un héroe bondadoso hasta la ingenuidad. Y es que, para muchos, esta nueva faceta del Hombre de Acero supone una fresca declaración de intenciones: necesitamos volver a aquellos tiempos en los que estaba claro quién era el bueno o el ejemplo a seguir, y quién era el malo o el modelo a evitar.
Desde luego, entre tanto héroe deconstruido posmodernamente, resulta refrescante volver al origen de los valores. Ahora bien, ¿la versión de Gunn ha vuelto ahí? Porque Superman, en sus orígenes, no fue más que un ídolo hecho a la medida de una sociedad, la estadounidense, embebida de unos valores, digámoslo suavemente, un tanto conservadores. En cambio, lo que parece haber recuperado Gunn es simplemente la estética del cómic, pero su Superman tiene un corazón típicamente terrestre: ligeramente escorado a la izquierda.
Y es normal. Al fin y al cabo, Marvel y DC son a Estados Unidos lo que la Ilíada y la Odisea a Grecia: mitos para transmitir costumbres civilizatorias. Y esto, irremediablemente, significa que, si la sociedad cambia sus valores, el relato también debe actualizarse. Al igual que Atenea tenía una adjetivación distinta según la ciudad en la que moraba o el valor momentáneo que encarnaba —parthenos, niké–, Superman ha venido oscilando entre el conservadurismo o el progresismo según ha ido mutando la sociedad americana.

Superman: hijo rojo.
Cabe preguntarse, pues, qué habría pasado con Superman si hubiera sido ideado por una mente distinta perteneciente a un contexto social diferente. Todos conocemos la versión pervertida del superhombre nietzscheano en el imaginario nazi. ¿Habría lucido Clark —o más bien Klaus— la esvástica en el pecho, un traje de Hugo Boss y una hebilla de la SS en el cinturón? ¿Su misión habría sido salvar al mundo de las razas inferiores y la usura judía? Hay que asumir que existe un doble filo en reutilizar ídolos y fetiches.
A una conclusión parecida debió llegar Mark Millar cuando se le ocurrió la premisa para el cómic Superman: hijo rojo. En esta historia alternativa, Millar hace que Superman caiga, en lugar de una comunidad agrícola de Iowa o Kansas, en una granja ucraniana en 1938, en pleno dominio de la Unión Soviética. Un auténtico atentado contra, según el guionista Tom DeSanto, uno de los mayores iconos americanos junto a “mamá, la tarta de manzana y Chevrolet”.

Superman: hijo rojo.
Superman sigue queriendo hacer del mundo un lugar seguro, aunque esta vez está dispuesto a obligarnos a ver que su visión es la mejor
En el prólogo al tomo recopilatorio, DeSanto escribió que, cuando Millar le contó su idea, se quedó totalmente impactado al imaginar a un Superman vestido no con los colores de la bandera estadounidense, sino con un uniforme soviético. “Imaginad que Superman no fuera rojo, blanco y azul… imaginad que fuera rojo… y comunista (…) en los brazos de Josef Stalin”.
Una vez superado el shock inicial, a DeSanto le encantó especular con este universo alternativo de Superman. Como a Millar, le sedujo la idea de mantener el arquetipo de héroe que busca y cree hacer en todo momento lo correcto, pero que ha sido criado en un entorno en el que esa rectitud moral dista mucho de la que clásicamente le han inculcado “los buenos Estados Unidos”. En palabras de DeSanto, “él va con las mejores intenciones, pero todos sabemos de qué está empedrado el camino al infierno”. Y añade: “Superman sigue queriendo hacer del mundo un lugar seguro, aunque esta vez está dispuesto a obligarnos a ver que su visión es la mejor”.

Superman: hijo rojo.
Mark Millar proponía, ni más ni menos, algo que habría aprobado Nietzsche: coger un martillo y golpear un ídolo para constatar que suena a hueco. Superman se sustenta en un querer hacer el bien. ¿Pero qué significa eso? ¿Qué podemos categorizar como “bueno” o “malo”? ¿No influyen mucho las costumbres compartidas dentro de una sociedad concreta a la hora de establecer este canon? ¿No resultan determinantes vectores como la educación en el seno de la familia, las creencias religiosas o la ideología imperante del momento?
¿O es que acaso vamos a caer en esa cómoda ficción según la cual todos esos bienes y males en los que creemos equivalen a una idea del Bien y del Mal así, con mayúscula inicial? Porque ahí radica el germen de todo dogma, en creer que nuestro sistema de creencias subjetivo puede ser tan matemáticamente objetivo como que 2+2 son 5. Perdón, 3.

Superman: hijo rojo.
¿Cuántos líderes terribles se han erigido en nombre de grandes conceptos como la Justicia, el Bien o la Verdad? ¿Cuántas atrocidades no se han cometido y se siguen cometiendo en aras de preservar la seguridad? “Millar fue capaz de mirar en su bola de cristal orwelliana y ver a Superman como el epítome del Gran Hermano. Un Gran Hermano con visión todopoderosa de rayos X, superoído, superconocimiento y superpoderes. Una seguridad abrumadora, como un bebé en una supermanta”, relata tan fascinado como espantado DeSanto.
Resultaría recomendable, por tanto, pararse a pensar, de nuevo, en el novísimo Superman de James Gunn más allá de las lágrimas y camisas desgarradas de la crítica anti-woke. A priori, nadie en su sano juicio se opondría a recibir ayuda de alguien, literalmente, caído del cielo y que rezuma bondad. Ahora bien, ¿no deberíamos pararnos a pensar directamente en por qué seguimos deleitándonos con la enésima transformación de un mito mesiánico al que le relegamos toda responsabilidad, toda salvación?
Si hay algo que no ha cambiado en el relato de Superman no es precisamente su protagonista, sino la Humanidad a la que ha de salvar. Siempre a la espera de algo mayor que resuelva sus problemas, con la mirada en el cielo para discernir a su salvador entre tanto pájaro o avión, en lugar de posarla en la tierra.