Todo lo que sube... puede aterrizar en mitad del océano. Lo estamos viendo una y otra vez con los lanzamientos de SpaceX coordinados por Elon Musk: un cohete Falcon 9 despega, se abre paso entre nubes y fuego y, al rato, acaba cayendo de nuevo. La mayoría de veces por errores técnicos —que están retrasando, y mucho, la llegada del hombre a Marte— y en otras ocasiones tras llevar a cabo una trayectoria más larga.
Pero este truco no está escrito en los laboratorios de StarBase, sino en un libro del siglo XVII que marcó las reglas a seguir por toda la ciencia aeroespacial del siguiente milenio. Isaac Newton nunca vio un avión, vivió sin electricidad y ni siquiera podía imaginar un motor. Sin embargo, fue quien escribió el código que se utiliza para conquistar el cielo.
“Los movimientos de los planetas están regidos por la misma fuerza que hace que una manzana caiga al suelo.” Esta frase, escrita por Newton en Principia Mathematica (1687), fue la que marcó un antes y un después en la ciencia y la tecnología. A través de la ley de gravedad, unió cielo y tierra. Lo que antes se entendía como fenómenos separados, se convirtió en parte de un mismo sistema.
Sin embargo, Isaac Newton no fue especialmente celebrado. Fue un personaje incómodo y obsesivo. Aislado durante años y entregado casi por completo a sus estudios, se enfrentó a muchos de los grandes pensadores de su tiempo. Su teoría gravitación universal desafiaba la física aristotélica, aún dominante en muchas universidades europeas, y fue recibida con escepticismo por algunos de sus contemporáneos, como Robert Hooke

Noveno vuelo del cohete StarShip de SpaceX.
Además, Newton no ofrecía una explicación del “cómo” actuaba la gravedad a distancia. Solo decía que lo hacía. Y eso, para la ciencia del siglo XVII, sonaba casi a magia. Para muchos, sugerir que una fuerza invisible podía actuar entre cuerpos separados por millones de kilómetros era una herejía intelectual. Y, de hecho, según dejaba claro en sus escritos, ni él mismo lo tenía tan claro:
“Que la gravedad sea innata, inherente y esencial a la materia, de modo que un cuerpo pueda actuar sobre otro a distancia... es para mí un absurdo tan grande que creo que ningún hombre que tenga en cuestiones filosóficas una facultad competente de pensamiento pueda jamás caer en él”.

Retrato de Sir Isaac Newton.
Ciencia en movimiento
Albert Einstein perfeccionó el código de Newston
No obstante, a medida que fue avanzando la ciencia, las leyes de Newton se fueron haciendo más reales. Se descubrió cómo funcionaba la gravedad, gracias a descubrimientos como la teoría del campo gravitatorio en el siglo XIX o la relatividad general de Einstein en el siglo XX.
Michael Faraday primero, y James Clerk Maxwell después, ayudaron a popularizar la idea de que las fuerzas podían manifestarse a través de campos, una noción que facilitó la aceptación de que algo invisible como la gravedad pudiera existir y operar en el espacio. Y fue Albert Einstein, en 1915, quien dio el gran paso. Explicó que la gravedad no era una fuerza misteriosa, sino la curvatura del espacio-tiempo causada por la masa. Una reinterpretación revolucionaria… que, curiosamente, no anuló las leyes de Newton, sino que las perfeccionó.
Todo ello acabó dando alas a la física newtoniana, que a pesar de datar del siglo XVII sigue siendo válida —y extraordinariamente útil— en la mayoría de los contextos en los que opera la tecnología moderna, incluidos los cohetes de SpaceX o los de la NASA. Solo cuando nos acercamos a velocidades cercanas a la luz, campos gravitatorios extremos o escalas cuánticas, necesitamos a Einstein o a la física moderna. Pero, para lanzar un cohete desde Florida y hacerlo aterrizar en el océano, Newton basta.