En 1541, Theophrastus von Hohenheim —más conocido como Paracelso— proclamó en sus escritos que la materia encerraba un “fuego que está escondido y encerrado, que no puede ser visto, que no da luz ni calor, sino que arde interiormente”. No era una metáfora poética ni un concepto filosófico. En realidad, hablaba en serio.
Paracelso era alquimista, así que describió una energía oculta e interna que tanto transformaba los metales como los cuerpos vivos. Y, aunque quizás su idea más literal no se hizo realidad, la imagen de este fuego latente y lleno de poder encierra un asombroso antecedente de lo que sería, siglos más tarde, la energía nuclear.
Según las teorías Paracelso, cada elemento poseía un espíritu inherente ligado a las fuerzas cósmicas, una visión pseudocientífica que en su momento estaba influida por el neoplatonismo renacentista. Sin embargo, su idea del “Archaeus”, un principio vital que buscaba animar la materia, anticipó la noción moderna de energía dentro de la materia y resonancias sutiles con la bioenergía.
En su tratado Opus paramirum (1530), Paracelso dijo que el fuego, el mercurio y la sal eran principios transformadores de la materia, aplicables tanto a plantas, metales o el cuerpo humano. Y a pesar de que no hablaba de átomos, su insistencia en lo interno de la materia hizo que muchos científicos posteriores tomaran su relevo e investigaran más allá de lo que el propio alquimista imaginaría.

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Fue Isaac Newton, más de un siglo después, quien recogió el testigo de Paracelso. Antes de formular la ley de la gravedad, el científico dedicó incansables esfuerzos a descifrar recetas esotéricas para preparar el mítico “mercurio filosófico” y la Piedra Filosofal. Se estima que escribió cerca de un millón de palabras sobre alquimia, desde apuntes sobre ácidos minerales hasta rituales herméticos.
Newton fue de los primeros que abordó la alquimia con rigurosidad científica: contrastaba fuentes, transcribía textos, cuantificaba procedimientos, incluso replicaba experimentos para ver qué había de real detrás de todo aquello. Sus cuadernos recogen notas sobre transmutaciones metálicas y estribaciones místicas, pruebas de que concebía la materia como algo maleable y energéticamente dinámico.
Fue Newton quien hizo crecer las teorías de Paracelso y le dio el cariz científico que requería. Y sus avances en alquimia sirvieron como laboratorio de experimentación para lo que vino después. Finalmente, en 1938, Otto Hahn y Lise Meitner demostraron que ese sueño podía volverse ciencia. Rompieron el núcleo atómico y liberaron energía de forma masiva. Así, la “transmutación” clásica de la que tanto elucubraban finalmente se hizo literal, demostrando que no estaban tan equivocados.