Si te apasiona la inteligencia artificial, es muy probable que conozcas a Carlos Santana. Nacido en Las Palmas de Gran Canaria, Santana ha pasado por compañías como IBM o The Singular Factory, además de formarse en la Universidad de Helsinki, donde también ejerció como investigador.
Un currículum impecable, sin duda, pero no es eso lo que lo ha convertido en una figura reconocida. De hecho, puede que el nombre “Carlos Santana” no te diga mucho. Pero si hablamos de Dot CSV, seguramente ya sepas de quién estamos hablando: uno de los mayores divulgadores de inteligencia artificial en español y una referencia imprescindible para entender el presente —y el futuro— de esta tecnología sin precedentes.
Con casi un millón de suscriptores en YouTube y prácticamente 200.000 seguidores en X, Santana se ha convertido en la figura de referencia para muchos aficionados de la IA. Pero no es un gurú que busque dar titulares grandilocuentes sobre lo increíble que es esta tecnología. Tampoco un apocalíptico que diga que vamos a morir todos por culpa de robots son conciencia. Su fama llega gracias a la investigación y la rigurosidad a la hora de divulgar, algo que sus seguidores agradecen en cada uno de sus contenidos.
¿Qué te llevó a crear Dot CSV? ¿Cómo llegaste a la conclusión de que hacía falta un perfil centrado en divulgar sobre inteligencia artificial?
Empecé a hacer divulgación en 2017, y en aquel momento el mundo de la inteligencia artificial era otra cosa. Vivíamos en un contexto muy distinto, aunque ya se escuchaba que la IA iba a ser una revolución, que acabaría llegando y que afectaría a toda la sociedad. Había muchas señales, pero no tanta conversación pública, ni mucho menos contenido accesible o cercano para el gran público. Además, yo tenía la formación académica: había estudiado inteligencia artificial, informática... y me apasionaba entender cómo funcionaban las cosas por dentro. Sentí que hacía falta alguien que contara lo que estaba pasando, que tradujera todos esos avances a un lenguaje comprensible. Por eso nació Dot CSV.
Te adelantaste a un boom que nadie sabía muy bien si iba a llegar o no.
Era una tecnología con un potencial latente, pero no estaba claro cuándo iba a explotar. Sí sabíamos, por ejemplo, que el concepto de red neuronal artificial funcionaba —tú tienes un dataset, se lo das a una red y esta aprende automáticamente— y eso ya daba pie a automatizaciones con cierto impacto. Pero estábamos en una fase previa a todo lo que estamos viendo hoy. En 2017, hablar de que una máquina pudiera comunicarse como lo hacen hoy los modelos de lenguaje, o que a través del lenguaje pudieran realizar tareas inteligentes... ni se olía. Se intuía que iba a haber una revolución, pero nadie pensaba que fuera a llegar tan rápido.
¿Hasta qué punto estamos ante un cambio social sin precedentes?
Creo que estamos en algo que se parece mucho a una traca de fuegos artificiales. De repente explota algo, vivimos unos meses de avances impresionantes, luego parece que se calma… y entonces llega el siguiente bombazo. Es un ciclo de euforia, pausa y nueva sorpresa. Y creo que vamos a estar sumidos durante varios años en este patrón, con avances muy potentes y transformaciones continuas.
¿Cuál fue ese primer gran impacto que sentiste como algo distinto a todo lo anterior?
El primer gran avance que realmente impactó y se hizo mainstream fue la llegada de ChatGPT y los modelos de lenguaje. De repente, la gente lo adoptó como una tecnología más en su día a día, y eso tuvo muchas derivadas diferentes. Por ejemplo, en programación, el impacto ha sido inmediato y muy evidente. Sí creo que estamos ante una revolución distinta a las anteriores, sobre todo por lo fácil que es adoptarla. Si tú eres programador y utilizas inteligencia artificial para programar, ya aumentas tu eficiencia. Pero es que, además, si los laboratorios que entrenan estos modelos los actualizan cada mes, cada mes tú mejoras. Es un ciclo de crecimiento exponencial.
El genio ya ha salido de la lámpara, y revertir esta situación es prácticamente imposible
¿Una nueva revolución industrial, como dicen muchos?
Esto no es como en la revolución industrial, donde un nuevo avance tecnológico tenía que propagarse lentamente por un país entero. Ahora, los cambios se difunden instantáneamente porque vivimos en una sociedad digital. Y al final, lo que tenemos es una revolución que se mueve a la velocidad del software. Como decía antes, es una traca continua: muchos impactos seguidos y muchos más que están aún por venir. Por ejemplo, la robótica. Sabemos que está ahí, que es otro campo donde la IA puede automatizar muchos trabajos, y aunque todavía no termina de funcionar al nivel que se espera, cada mes vemos progresos significativos. Ahí están los robots Optimus de Tesla: un día parece que van a ser la mayor revolución de la histori y al siguiente todo el mundo los da por muertos. Es un campo muy volátil, pero claramente va a tener un papel importante.
Y con eso llega una de las preguntas que más preocupa a la gente: ¿va a sustituir la IA nuestro trabajo?
A ver, sin entrar en el terreno específico de la robótica, la IA en general ya está provocando una transformación laboral clara. No hay que endulzar el mensaje. Es evidente que, por ejemplo, quienes se dedicaban a hacer ilustraciones ahora se enfrentan a un competidor muy duro: las IAs que generan imágenes en segundos.
Un ejemplo que nos hizo abrir los ojos.
Claro. El que antes se encargaba de redactar documentación técnica en texto, ahora también compite directamente con ChatGPT o herramientas similares. Y si entramos ya en el terreno de la robótica, hablamos de la materialización física de la inteligencia artificial, cuya meta es aplicarse directamente en entornos laborales. Es un proceso natural: igual que en su día una fábrica incorporó máquinas programadas para hacer tareas que antes realizaban humanos, ahora se busca lo mismo, pero con máquinas más generales, más versátiles, capaces de adaptarse a distintos contextos.
¿Por ejemplo?
Muchas veces pensamos en robótica como sinónimo de humanoides, pero hay otros ejemplos mucho más concretos y reales. Uno de ellos es la conducción autónoma. Un coche que se conduce solo también es un robot. Y ya estamos viendo cómo eso empieza a ser una realidad en ciertas ciudades de Estados Unidos. Empresas como Waymo ya tienen flotas de vehículos autónomos operando en lugares como San Francisco, Phoenix o Los Ángeles. Y lo interesante es que ya están sustituyendo, de manera efectiva, a conductores de Uber. Están ganando cuota de mercado y, además, en muchos casos, generando menos accidentes.
Mucha gente dice que no tienen inteligencia emocional, pero lo cierto es que sí entienden bastantes matices. Saben acompañarte, saben formular lo que estás sintiendo, y en muchos casos hacen un buen trabajo ayudándote a comprenderte mejor.
Y la promesa de la seguridad y de la eficiencia al volante ya no es solo teoría: se está comprobando.
Justo. Ya no es solo un debate teórico: hay datos que indican que es más seguro. Eso cambia las reglas del juego. Además, es una experiencia completamente diferente. Yo he tenido la oportunidad de probarlo y hay sutilezas que no percibes hasta que estás dentro. Por ejemplo, el hecho de ir en un coche sin una tercera persona desconocida cambia muchas cosas. La comodidad es distinta, incluso cambian las conversaciones que puedes mantener durante el trayecto. Todo eso transforma el viaje. Es un tipo de movilidad que redefine lo que entendemos por transporte urbano.
Y todo esto plantea nuevas preguntas. Desde Europa, por ejemplo, se intenta regular la inteligencia artificial y la robótica, pero… ¿hasta qué punto se puede? ¿Se necesita la regulación o ya es tarde para hacer algo?
Yo creo que regular es fundamental. Estamos ante una tecnología con un potencial enorme, tanto en lo positivo como en lo negativo, y hay que protegerse frente a posibles abusos. Pero el problema en Europa es doble. Por un lado, no tenemos un tejido empresarial tan potente en inteligencia artificial como el de Estados Unidos o China. Eso desequilibra la balanza, porque tampoco tenemos muchas voces autorizadas desde la industria que puedan decir: “esta regulación puede ser útil, pero cuidado con no perjudicar a nuestro ecosistema innovador”. Y por otro lado, hemos sido muy incipientes en el proceso regulatorio. Está bien tener regulación, sí, pero tiene que estar ajustada a la realidad, y la realidad de la IA es que cambia constantemente. El caso del AI Act lo ilustra muy bien. Cuando se propuso por primera vez, incluso cuando ya estábamos viviendo el boom de los modelos de lenguaje como ChatGPT, esa legislación estaba pensada para un escenario anterior: biometría, algoritmos de visión por computador… cosas muy de 2018 o 2019. No reflejaba la nueva realidad. Luego es cierto que se ajustó, pero ese desfase evidencia lo difícil que es regular algo tan dinámico.
Parece casi imposible estar al día.
Cualquier marco normativo debería poder adaptarse con agilidad a los cambios que vivimos casi a diario. Si no, llegamos siempre tarde. Yo creo que la regulación es importante, pero hay que tener cabeza para no limitar el crecimiento de las empresas de nuestro propio territorio.
¿Qué opinas sobre esa idea de que la IA está robando a los creadores?
Es un tema muy delicado. Es cierto que, si no existiera esa base de datos con obras de artistas que se ha utilizado para entrenar los modelos, las inteligencias artificiales actuales no podrían funcionar como lo hacen. Con las técnicas de hoy, esa base es esencial. Ahora bien, eso no significa que la IA esté plagiando, copiando o robando directamente. En realidad, es una situación muy parecida a la de los humanos. Un artista que no haya estudiado la historia del arte, que no tenga referencias de otros creadores, difícilmente alcanzaría el nivel de sofisticación que tenemos hoy en día. El conocimiento artístico, como casi cualquier forma de conocimiento, se construye sobre lo que ya existe.
Entonces, ¿no existe una diferencia clara entre el aprendizaje humano y el de la IA?
Bueno, aunque es verdad que las IAs aprenden de obras previas, lo hacen de una manera abstracta. No están replicando cuadros ni textos de forma literal, sino aprendiendo los patrones de esas obras para generar algo nuevo. Es un proceso técnico complejo, pero no es una copia directa. Hay mucho debate sobre si las IAs son realmente creativas o si simplemente están regurgitando patrones. Pero la realidad es que sí, sí son creativas. Cuando una IA genera una cara, por ejemplo, no es una mezcla de dos fotos reales; es una cara que no existe, construida desde cero a partir de una comprensión estadística de lo que hace que una cara lo parezca: la forma de los ojos, la textura de la piel, la disposición de los rasgos… En definitiva, hay muchas semejanzas con el proceso humano, pero también diferencias. Y para entenderlo a fondo, hay que mirarlo desde el lado técnico.
¿Qué capacidad real tenemos para marcar límites a lo que hacen las máquinas?
Como sociedad, nosotros podemos —en teoría— establecer los contratos sociales que queramos. Podemos decidir qué ciertas tareas deben seguir siendo humanas, y qué otras pueden delegarse a las máquinas. Podemos trazar fronteras éticas y normativas. El problema es que, a mi juicio, ya llegamos tarde para hacerlo. Estos modelos ya tienen una adopción masiva. El gran público, en general, no está pendiente de este debate. Puede que, si se lo planteas, sientan cierta empatía con el colectivo de artistas, por ejemplo. Pero luego, en su día a día, usan estos modelos sin problema para generar una imagen graciosa, para editar una foto o para escribir un texto rápido. La utilidad inmediata pesa más que la reflexión ética. Y no solo hablamos de grandes empresas que podríamos regular. Hay muchos modelos de código abierto disponibles en la red, que ya no se pueden controlar. Como dicen en inglés, the genie is out of the bottle. El genio ya ha salido de la lámpara, y revertir esta situación es prácticamente imposible.
Muchos imaginábamos un futuro donde las máquinas harían el trabajo duro: en almacenes, en minas, fregando platos. Pero lo que nos ha sorprendido es que lo que automatiza primero es justo lo que nos gusta hacer. De repente, la IA escribe mejor que un profesional, pinta mejor que muchos artistas… y mientras tanto seguimos limpiando baños.
Mi opinión es que estamos cayendo en una falsa balanza. Es cierto que las máquinas están automatizando ahora, sobre todo, trabajos digitales. ¿Pero por qué? Porque se entrenan con datos, y la mayoría de esos datos provienen precisamente de actividades digitalizadas. ¿Y cuáles son esas actividades? Pues escribir textos, programar, crear arte digital… Todo eso ya estaba disponible en Internet en grandes cantidades. Ha sido mucho más sencillo para las IAs aprender de ese contenido y, por tanto, automatizar primero esas tareas. No es que la IA haya elegido ir contra lo creativo: es que era lo más accesible para ella.
Pero a la vez son los trabajos más “creativos” que teníamos.
A ver, en paralelo también se está avanzando muchísimo en robótica. Se está trabajando para automatizar tareas cotidianas como la limpieza del hogar, cocinar, poner lavadoras… tareas que, en muchos casos, la gente no quiere hacer. Si mañana un laboratorio de inteligencia artificial tiene la posibilidad de ofrecerte un robot que te haga todas esas tareas domésticas, te lo va a ofrecer. Y tú lo vas a querer, porque hay un valor claro ahí. Es una necesidad real. Al final, el capitalismo no distingue entre lo que es una actividad “buena” o “mala”; solo busca oportunidades de mercado. Y ahí hay una, sin duda.
Cuando me dicen que la IA va a quitarnos el trabajo, pienso 'ojalá'; ojalá lleguemos a una sociedad donde el trabajo no sea el centro de todo
Espero que llegue esta nueva ola antes de que nos arrastre la actual.
Otra cosa que me parece importante que la gente entienda es por qué ciertos avances reciben más atención que otros. Los modelos de generación de imágenes o vídeos generan más repercusión pública porque es más fácil visualizar el impacto. Es mucho más directo decir “mira lo que la IA podía hacer hace tres años y mira lo que hace ahora” con imágenes, que explicar el progreso en áreas como el plegamiento de proteínas. Pero eso no significa que los avances más espectaculares solo estén pensados para quitar empleos en industrias creativas. Al contrario: muchas de las mejoras que vemos en generación de imágenes o de vídeo se están aplicando en campos muy distintos, incluso cruciales.
¿Por ejemplo?
En medicina, esos modelos sirven para generar radiografías sintéticas que se usan en el entrenamiento de sistemas diagnósticos, capaces de detectar afecciones en los pulmones. Y en robótica, los modelos de vídeo se usan para entrenar agentes dentro de simuladores, preparándolos para moverse o interactuar con el mundo físico antes de hacerlo en la realidad. En resumen: no estamos avanzando solo en hacer vídeos más realistas o imágenes más llamativas. Estamos desarrollando tecnologías base que tienen muchísimas ramificaciones, algunas de las cuales pueden ser revolucionarias para sectores muy distintos al arte o la comunicación.
Quizá esta es una de las grandes diferencias entre la inteligencia artificial y otros avances industriales del pasado. Aquellos estaban pensados para una cosa concreta. Pero esto… esto lo cambia todo.
Exacto. La inteligencia artificial, aunque todavía no hayamos llegado a una AGI —inteligencia artificial general—, ya es una tecnología de alcance generalizado. No es específica para una sola tarea, sino que afecta a muchos bloques a la vez. Esa transversalidad es lo que la hace tan disruptiva. Por ejemplo, el mismo algoritmo que se usa para poner filtros en Instagram puede emplearse para un sistema de seguridad, o para detectar si un anciano se ha caído en la habitación de un hospital. Todo se mueve sobre los mismos principios matemáticos, sobre los mismos modelos. Y eso es lo que a veces se pierde de vista.
Mirando al dedo, nos perdemos la luna.
Se tiende a pensar que la IA solo sirve para generar textos absurdos o imágenes virales. Pero muchas de las mejoras que vemos en esos terrenos luego se traducen en avances con aplicaciones prácticas muy valiosas. Lo que pasa es que no se ven tanto, no se viralizan, no se venden igual.
Hablando de esto, ¿cuáles dirías que son los usos más útiles de la IA que no estamos aprovechando?
Dentro de los modelos de lenguaje, que ya damos por sentado que funcionan bien para generar texto, creo que hay una utilidad especialmente interesante: el análisis de datos personales. Son herramientas muy buenas para detectar patrones, sutilezas, correlaciones que a veces se nos escapan. A mí, por ejemplo, me gusta mucho recopilar datos sobre mí mismo. Uso aplicaciones para registrar qué como, qué deporte hago, cómo duermo. Me hago chequeos médicos, recojo métricas y luego se lo paso a un modelo y le pregunto: ¿qué patrones encuentras aquí? ¿Qué me puedes recomendar? Esa capacidad de tener una visión asistida de tu propia vida, como si tuvieras un analista personal 24/7, me parece de lo más potente que hay ahora mismo. Y creo que mucha gente todavía no está explorando ese potencial.
¿Qué respuestas te da la IA a algo así?
Puedes sacar insights muy chulos. No se trata solo de ver cifras, sino de que te digan: “oye, estás durmiendo mal los días que haces menos ejercicio”, o “parece que mejoras tu estado de ánimo cuando haces ciertas rutinas”. Es como tener un analista personal 24/7.
Eso conecta también con otra cuestión que se ha debatido mucho últimamente: cómo cada vez más personas —sobre todo jóvenes— están usando la inteligencia artificial como sustituto emocional, incluso como una especie de psicólogo improvisado.
Sí, y es un tema delicado. Evidentemente, no diría que una IA puede sustituir a un profesional de salud mental, porque cumplen funciones muy distintas. Pero sí creo que puede ser una herramienta útil para desahogarse. Hay mucha gente que, lamentablemente, ni siquiera tiene acceso a un psicólogo. O incluso quien lo tiene, puede que necesite hablar con alguien en un momento puntual, a las ocho de la tarde, cuando no puede llamar a nadie. A veces no buscas una solución, simplemente necesitas verbalizar lo que sientes, ordenarlo, ponerle palabras. Y, en ese sentido, me parece sorprendente lo bien que funcionan los modelos actuales. Mucha gente dice que no tienen inteligencia emocional, pero lo cierto es que sí entienden bastantes matices. Saben acompañarte, saben formular lo que estás sintiendo, y en muchos casos hacen un buen trabajo ayudándote a comprenderte mejor.
Pero también hay un miedo generalizado. Ya existe una pandemia de soledad evidente que nos toca a todos. Los patrones de depresión se han disparado en los últimos años. No digo que sea por la IA, pero... ¿no estamos en peligro?
Es delicado, sí. Y va a ser necesario estudiar bien esta tendencia y los efectos reales que puede tener. Si alguien me pregunta, yo siempre le diré: si puedes tomarte unas cañas con tus colegas y hablar con ellos, hazlo. Eso es mejor que quedarte hablando con un chatbot. Sin duda. Pero también es verdad que vivimos en una sociedad donde eso cada vez cuesta más. Tus amigos están hasta arriba. Trabajamos muchas horas y coincidir todos a la vez es complicadísimo. Y ahí es donde aparece esta fricción: si algo como una IA te da el 80% de lo que te aportan tus colegas, pero de forma inmediata, sin esfuerzo, sin depender del horario de nadie... es normal que recurras a ello. Entonces creo que el problema no es la inteligencia artificial. La IA es una solución que está respondiendo a un problema más profundo y estructural, a una carencia social. Pero, paradójicamente, quizás incluso puede ayudarnos a resolverlo.
¿Cómo a resolverlo?
Yo, utópicamente, cuando me dicen “la IA va a quitarnos el trabajo”, pienso: “ojalá”. Ojalá lleguemos a una sociedad donde el trabajo no sea el centro de todo, y podamos cultivar otras cosas, como las relaciones humanas. La verdadera riqueza debería estar ahí. Y quizás no se trata solo de reducir horas de trabajo. A veces uno piensa: “ojalá mi trabajo no se basara únicamente en producir vídeos o contenido digital —y eso que estoy muy agradecido por lo que hago—, sino que pudiera dedicarme a cuidar de mi familia, de nuestros mayores”. ¿No hay aquí una oportunidad real para repensar qué tipo de sociedad queremos construir? Esa es una de las grandes oportunidades que tenemos por delante. Poder repensar el modelo social. Y en eso yo también me considero tecno-optimista: creo que la IA puede ayudarnos a poner el foco donde realmente importa. A vivir mejor, a trabajar menos horas, a dejar espacio para lo esencial.

Carlos Santana, experto en IA.
Pero, ahora mismo, el control de estas tecnologías lo tienen las Big Tech, los gigantes del capitalismo extremo. Y su lógica no parece ser el bienestar, es la rentabilidad. ¿No existe una contradicción aquí entre lo que podría ser la IA y lo que realmente puede llegar a ser bajo ese control?
Sí. Pero con un matiz importante: por suerte, el movimiento open source está siguiendo muy de cerca a las grandes compañías. Es verdad que los modelos frontera, los más avanzados, están en manos de laboratorios como OpenAI, Anthropic o Google DeepMind. Pero hay muchos otros actores que están liberando modelos muy competitivos de forma abierta para que cualquiera pueda usarlos. Y eso es fundamental. Porque lo que vimos, por ejemplo, con DeepSeek a principios de año, es que se puede sacar un modelo casi tan potente como ChatGPT… pero gratuito. Y eso le rompe el modelo de negocio a los grandes. Democratiza el acceso. Rompe el monopolio. Abre otras formas de construir. En esa tensión —entre el control privado y el impulso colaborativo— se va a jugar una parte esencial del futuro que construyamos con la inteligencia artificial.
Y luego está la otra cara del progreso: el coste energético. Porque claro, toda esta tecnología necesita computación. Y para ejecutar modelos de IA se necesita una cantidad ingente de energía. ¿No estamos yendo un poco en contra del discurso de sostenibilidad que veníamos defendiendo?
Es cierto: la inteligencia artificial consume mucha energía. Pero también es cierto que estamos en un proceso acelerado de optimización. Cada generación de modelos es más eficiente que la anterior. Por ejemplo, cuando salió GPT-3, era un modelo muy caro de ejecutar. Hoy, los nuevos modelos consumen bastante menos. Y no es por conciencia ecológica, sino por puro incentivo económico: ejecutar algo más barato es mejor para los laboratorios. Ahora bien, aquí se produce una paradoja —la llamada paradoja de Jevons— que consiste en lo siguiente: cuanto más eficiente se vuelve una tecnología, más gente quiere usarla. Es más accesible, más barata, más útil… y eso dispara su demanda. Entonces, aunque el consumo por uso se reduzca, el consumo global puede seguir creciendo. Además, es evidente que los centros de computación consumen muchísima energía, y también agua. Pero aquí hay una buena noticia: esta necesidad encaja bien con la transición energética que estamos viviendo.
¿A qué te refieres?
España, por ejemplo, tiene una posición privilegiada gracias a su mix energético. Tenemos una energía más barata que otros países gracias a la incorporación de renovables, especialmente la solar. Por eso estamos viendo tanto interés de grandes empresas como Microsoft, que ya está instalando centros de computación aquí. Estamos en un punto de transición. Aún no hemos dado el salto completo hacia un sistema sostenible, pero estamos en camino. Eso sí, el reloj del cambio climático sigue corriendo, y la presión no disminuye. La clave estará en si somos capaces de acompasar el desarrollo de la IA con una revolución energética que lo haga viable y justo.
Hay una reflexión que cada vez escucho más: en un mundo donde todo lo genera una IA, lo verdaderamente humano va a pasar a ser lo más valioso. Como si el teatro, el contacto físico, la expresión artesanal, fueran el nuevo lujo. Justo en medio del apocalipsis digital, lo humano surgiría como salvavidas.
Llevo tres o cuatro años muy metido en el boom de la IA generativa, viendo cómo se crean imágenes, vídeos, textos… y aun así, cuando un amigo o amiga ilustradora me enseña un dibujo hecho a mano, lo valoro de una manera completamente distinta. Siento que ahí hay algo que sigue teniendo un valor único. Si sabes cómo está hecho ese proceso, si reconoces el esfuerzo, la intención, la fragilidad humana detrás, el valor permanece. Pasa como con el ajedrez: hace décadas que las máquinas juegan mejor que nosotros, pero seguimos emocionándonos con un buen torneo entre humanos. Así que sí, lo humano todavía tiene hueco. Lo va a tener. El problema es que será mucho más difícil vivir de ello. Probablemente, muchas personas seguirán escribiendo poesía, ilustrando, programando… pero como hobby. Porque ganarse la vida con eso, en un mercado saturado de contenido indistinguible generado por IA, será muy complicado.