En los pasillos del MIT, a mediados de los años 60, un científico informático llamado Joseph Weizenbaum dio vida a una creación que cambiaría para siempre nuestra relación con las máquinas. Su programa, ELIZA, fue el primer chatbot de la historia, un artefacto diseñado con una intención casi subversiva: demostrar la superficialidad de la comunicación entre hombres y ordenadores.
Weizenbaum quería levantar el telón para revelar el truco, desmitificar la naciente inteligencia artificial. Sin embargo, la historia le tenía reservada una ironía devastadora. Su experimento, concebido como parodia, fue recibido con un asombro casi religioso, atrapando a sus usuarios en un espejismo de empatía digital.
Aquel éxito inesperado no lanzó a Weizenbaum al estrellato, sino a una crisis existencial que lo transformaría de pionero a profeta, de creador aclamado a uno de los críticos más feroces y lúcidos de la tecnología que él mismo había ayudado a nacer.
Eliza, primer chatbot de la historia.
El ingenio de ELIZA residía en su simplicidad. Su guion más famoso, llamado DOCTOR, simulaba a un psicoterapeuta rogeriano, elección estratégica que le permitía mantener conversaciones coherentes sin entender absolutamente nada.
En lugar de aportar conocimiento, reflejaba las afirmaciones del usuario convirtiéndolas en preguntas abiertas, usando trucos como la inversión de pronombres. Si alguien escribía “estoy triste por mi madre”, ELIZA podía responder: “¿Qué más le viene a la mente cuando piensa en su madre?”. Era un simple juego de sustitución de patrones, pero el efecto fue electrizante.
Weizenbaum pasó de pionero a profeta, de creador a hereje: su invento lo convirtió en el crítico más feroz de la IA
Weizenbaum observó, estupefacto, cómo colegas y estudiantes quedaban fascinados, atribuyendo comprensión y sentimientos al programa. La anécdota que lo cambió todo fue la de su propia secretaria, quien, tras unos minutos de interacción, le pidió que saliera de la habitación para poder tener una conversación “privada” con la máquina. Fue una epifanía terrible.
Weizenbaum escribiría más tarde: “No había comprendido que exposiciones brevísimas a un programa de computadora relativamente simple pudieran inducir un pensamiento delirante tan poderoso en personas completamente normales”.
Mientras figuras como el psiquiatra Kenneth Colby soñaban con redes de “terapia automatizada”, Weizenbaum se sumió en un profundo desencanto. La reacción a ELIZA le reveló una verdad incómoda no sobre las máquinas, sino sobre nosotros: nuestra desesperada necesidad de ser escuchados nos hace vulnerables a cualquier ilusión de conexión.
Emprendió así una cruzada intelectual que culminó en su libro de 1976, Computer Power and Human Reason. En sus páginas, articuló una distinción que hoy resuena con más fuerza que nunca: la diferencia entre el cálculo de una máquina y el juicio humano, que integra valores, experiencia y compasión.
Para Weizenbaum, había tareas que ningún ordenador debía realizar, no por imposibilidad técnica, sino por su carácter moral
Se convirtió en un hereje en su propio campo, argumentando que había ciertas tareas que, por su naturaleza moral, “ningún ordenador debería realizar”. Delegar la psicoterapia, la judicatura o el cuidado a una máquina no era una cuestión de capacidad técnica, sino una abdicación de nuestra propia humanidad. Su postura le granjeó el ostracismo de una comunidad de IA que lo vio como un traidor al progreso.
Su postura crítica le valió el ostracismo de gran parte de la comunidad de inteligencia artificial, que lo tachó de traidor y ludita. Sin embargo, Weizenbaum nunca cejó en su empeño. Vio cómo el espejismo de ELIZA se sofisticaba con cada nueva generación de tecnología, pero el problema de fondo, para él, seguía intacto. Hoy, cuando interactuamos con sistemas de IA miles de veces más potentes que ELIZA, el efecto que él describió no ha hecho más que intensificarse. Le atribuimos intenciones, nos sentimos escuchados e incluso establecemos vínculos emocionales con un eco estadístico.
La historia de Joseph Weizenbaum no es solo la crónica del nacimiento del primer chatbot; es un recordatorio urgente de que el mayor desafío de la inteligencia artificial no es técnico, sino humano. Nos recuerda, como él mismo escribió, «que imitar no es igual a sentir o entender, y que en la relación con la tecnología debemos preservar aquello que nos hace humanos».



