Iván de Cristóbal, escritor: “Nuestros mayores se han convertido en un estorbo, no porque los queramos menos, sino porque el ritmo de vida los deja fuera; mi madre tiene 92 años y, cuando me llama, me pide perdón por molestar”
Duelo digital
En 'Nos falta un muerto', el escritor y publicista reflexiona sobre duelo digital y humanismo tecnológico
Brian Merchant, periodista tecnológico: “Ahora trabajamos para una aplicación; el trabajo precario, temporal y flexible, junto con el uso de la IA, han destruido el concepto de 'lugar de trabajo'”
Iván de Cristóbal, escritor.
En Nos falta un muerto (Alrevés, 2025), la última novela del escritor y publicista Iván de Cristóbal, el protagonista se despierta, poco después del fallecimiento de su pareja, con una galería automática que su móvil ha generado por sí solo. Sin haberla pedido ni buscado, esas imágenes lo golpean con la realidad que intenta olvidar: esa vida cotidiana que hasta hace unas semanas era su refugio, y que ahora se ha desvanecido por completo.
A lo largo de la novela, De Cristóbal lleva a cabo un muy inteligente —y doloroso— recorrido por el duelo en tiempos de redes sociales e inteligencia artificial. Para vertebrarlo, cuenta con su expertise: una sólida carrera en el ámbito de la comunicación y la estrategia. Ha trabajado más de dos décadas en empresas como Accenture y Capgemini, y actualmente dirige la agencia AMT Comunicación, donde trabaja mano a mano con la Mobile World Capital, organizadora del Mobile World Congress y del Talent Arena, y con el hackathon NASA Space.
Hablamos con el autor sobre humanismo tecnológico, inteligencia artificial, soledad y, sobre todo, sobre el gran tema que vertebra Nos falta un muerto: el duelo en el siglo XXI.
¿Qué te impulsó a escribir Nos falta un muerto?
Hubo un detonante muy claro. Fue el 22 de mayo, cuando una buena amiga falleció de una recaída repentina de un cáncer. Precisamente a ella y a su marido —Silvia y Javier— les dedico el libro. Cuando pierdes a alguien de manera tan inesperada y todavía tienes conversaciones recientes con esa persona, quedan cosas sin cerrar. Me di cuenta de eso cuando entré en WhatsApp a buscar un contacto con un nombre similar y, de pronto, apareció ella. Aún tenía abierta una conversación de un día antes de su muerte. Entonces pensé: “Ostras, tengo ganas de terminar esta charla... pero, ¿y si fuera ella quien me contestase?”. Ahí surgió la chispa.
Vivimos en una cultura que te empuja enseguida a “pasar página”. Todo el sistema te invita a olvidar, y la parte digital lo complica aún más
El viaje de Bruno, el protagonista, es una reflexión sobre cómo gestionamos el duelo hoy. Entre la huella digital, la sobreinformación y la inteligencia artificial, parece que todo cambia. ¿Crees que el duelo contemporáneo es distinto?
Sí, totalmente. En general, no se suele hablar mucho del duelo porque somos una sociedad tremendamente productiva. Amamos la productividad. Antes, los duelos duraban un año, pero ahora vivimos en una cultura que te empuja enseguida a “pasar página”: tira las fotos, busca otra pareja, vuelve a trabajar, sé eficiente. Todo el sistema te invita a olvidar. Y si a eso le sumas la parte digital, el tema se complica aún más. Antes, cuando querías tener un momento íntimo con alguien que ya no está, ibas al cementerio, le llevabas flores. Era un gesto físico, consciente. Ahora son los algoritmos los que deciden cuándo recordarla. Es como una interfaz digital que te dice: “No te olvides de que hoy es su aniversario”.
Hay un capítulo en el que Bruno empieza mirando el móvil, y le aparece ese típico álbum que el móvil te genera automáticamente, con fotos del pasado de su pareja fallecida.
Cualquiera que haya sufrido una pérdida y tenga un iPhone sabe que es un drama. El teléfono decide por su cuenta hacerte un collage con las fotos que le da la gana, y claro, te devuelve de golpe a un momento emocionalmente muy delicado. Y no solo pasa con el iPhone: también con los recordatorios de Google, las listas de Spotify, las notificaciones de Meta… Todo. Y claro, ¿qué problema tienes ya de por sí cuando estás intentando superar un duelo y además gestionar todos los trámites administrativos, como para encima enfrentarte a eso? Leí hace poco que tenemos, de media, unas 47 cuentas digitales por persona.
'Nos falta un muerto', libro de Iván de Cristóbal.
Yo seguro que alguna más.
Imagínate. Pues ahora piensa en buscar las 47 de tu ser querido fallecido. No tienes ni energía ni ganas para hacerlo. Además, dentro de las familias suele haber desacuerdo: para unos, mantener esos perfiles abiertos es una forma de consuelo; para otros, una fuente constante de dolor. De hecho, ya existen demandas judiciales entre familiares —por ejemplo, entre un padre y la viuda de un fallecido— por decidir qué hacer con esas cuentas. Es un ejemplo de lo que estamos viviendo hoy día. Siempre digo que, en cuestiones humanas, vamos unos quince años por detrás de la tecnología.
De hecho, cada vez hay más voces que reivindican el regreso al humanismo en una época tan acelerada tecnológicamente.
Es lo que decimos: la tecnología llega, la monetizamos a toda velocidad, pero tardamos muchísimo más en crear modelos de relación, tanto jurídicos como sociales. La última actualización legislativa sobre legado digital en España es de 2024, pero la ley original es de 2018. Y, sin embargo, seguimos sin protocolos sólidos. Hay un dato que me parece alucinante: no existe hoy ninguna empresa que tenga un procedimiento interno para identificar si las cuentas activas pertenecen a personas vivas o fallecidas. Ninguna. Si quieres notificar a Google, Facebook, TikTok o incluso a un banco de que alguien ha muerto, tiene que hacerlo una persona de su entorno. No hay ningún sistema que, cada cierto tiempo, revise si un perfil inactivo corresponde a alguien que ya no está.
Cualquiera que haya sufrido una pérdida hoy día sabe que es un drama; el móvil te hace un collage con las fotos que le da la gana, y te devuelve a un momento muy delicado
Claro, porque no interesa.
Exactamente. Les interesa tener más números, más volumen. Si una cuenta sigue activa, aunque nadie la use, sigue contando para sus métricas y para sus ingresos publicitarios. Al final, es una cuestión de negocio: cuanta más “presencia”, más consumo potencial y más dinero en publicidad.
Hay más temas interesantes sobre la huella digital que se parafrasean en el libro. ¿Qué pasa si entro en el chat de mi pareja fallecida y descubro algo que no debería haber visto? ¿Hasta qué punto está protegida la privacidad de una persona muerta?
Pues mira, todo esto se está empezando a legislar. El legado digital en realidad está estructurado por niveles. El primero, el más básico, permite a un familiar acceder a tus redes sociales para darlas de baja o convertirlas en conmemorativas. Un segundo nivel incluiría datos más sensibles, como los bancarios o las claves de criptomonedas. Y luego hay otro nivel —el más íntimo— que incluye cosas que son solo tuyas. Eso queda fuera del alcance de cualquier albacea digital. Es decir, aunque una persona tenga permiso para gestionar tu legado, hay cosas que deben morir contigo.
En internet todos dejamos rastro de cosas con las que preferiríamos que no nos relacionaran...
Todo esto está en proceso de regulación, pero al mismo tiempo hay empresas que están viendo el filón y creando servicios para gestionar esa herencia digital. Es un sector que está creciendo muchísimo. Se calcula que existen ya unos 850.000 perfiles fantasmas activos, lo cual es una barbaridad. Y, para que te hagas una idea, el volumen de negocio vinculado a la huella digital y la herencia tecnológica crece cada año un 13%. Hablamos de unos 23.000 millones de euros a nivel global.
También presentas en la historia una reflexión muy clara sobre la sobreinformación: la gente ya no lee igual. ¿Crees que eso refleja el momento que estamos viviendo como sociedad, en el que nos cuesta más concentrarnos o profundizar?
Totalmente. La infoxicación es uno de los grandes males actuales, y por varios motivos. Hay un dato tremendo: cada día recibimos unos tres mil impactos informativos, y solo retenemos dieciocho. Imagínate el reto desde la publicidad. Pero además, el exceso de contenido nos impide profundizar. Vivimos con ansiedad por “lo siguiente”. Somos la generación ansiosa: saltamos de una cosa a otra, sin tiempo para digerir nada.
Iván de Cristóbal, escritor.
Por lo que estamos viendo, pronto alguien podrá “resucitar” a su hermano o pareja en un chat. ¿Crees que es algo inevitable?
No lo tengo tan claro, la verdad. Tengo muchas dudas. Lo que hemos visto, por ejemplo, en Black Mirror demuestra que estos chatbots son solo una tirita, un placebo. Porque por muy avanzada que sea la inteligencia artificial, tu cerebro sabe que no estás hablando con esa persona, sino con una base de datos que imita su voz, sus expresiones. Puede darte un poco de consuelo, pero no soluciona el problema. Y, por otro lado, creo que estamos llegando a un punto de saturación tecnológica. La gente, sobre todo los jóvenes, empieza a volver a lo analógico. Lo vemos con los vinilos, las cámaras de fotos, las redes cerradas. Puede que parte sea postureo, pero también hay una búsqueda genuina de autenticidad, de silencio. De “espacios con menos ruido”.
¿A qué crees que se debe este regreso a lo analógico?
Bueno, no olvidemos que hemos convertido a los jóvenes en creadores de contenido. Viven con la presión de tener que publicar constantemente porque tienen audiencias, aunque sean pequeñas. “Tengo 2.000 seguidores, tengo que decir algo”. Pero cada vez publican menos. Se están alejando. Muchas redes se están vaciando y eso me parece saludable. No creo que vayamos a renunciar a la tecnología —sería absurdo—, pero sí pienso que vamos a regular de forma natural y orgánica nuestra relación con ella. Esa es la esperanza que tengo.
Tenemos una media de 47 cuentas digitales por persona, así que cerrar las de tu ser querido fallecido es un drama; no tienes ni energía ni ganas
Mucha gente de la Gen Z y Alfa ven las redes sociales, en general, como algo que está prácticamente pasado de moda, o pensado para otras generaciones.
Sí, pero es lo de siempre: cada vez que llega una nueva revolución, cambiamos una dependencia por otra. Ahora con la inteligencia artificial, por ejemplo. Hay gente usando ChatGPT para cosas tan básicas como “escríbeme una felicitación para el cumpleaños de mi madre” o “dime algo bonito para mi pareja”. Y ahí pienso: ¿de verdad necesitamos que una máquina nos escriba eso? Estamos cerrando un melón, pero abriendo otro nuevo. Se está usando la IA para absolutamente todo, mucho más que una calculadora. Pero claro, la creatividad es un músculo: si no la ejercitas, se atrofia. Y eso me preocupa. Lo digo con toda sinceridad: lo del ChatGPT me tiene inquieto.
Y está el problema de la veracidad. Yo siempre digo que ChatGPT es como ese primo que sabe de todo: a veces acierta, pero la mayoría de las veces tira para adelante sin pensarlo mucho.
Muy buena. Es que es la Inteligencia Artificial es muy española. ChatGPT es incapaz de decir “no tengo ni idea”. Como buen español, tira para adelante siempre.
“La Inteligencia Artificial es muy española. ChatGPT es incapaz de decir 'no tengo ni idea'. Como buen español, tira para adelante siempre”.
El último gran tema del que quería hablar contigo es la pandemia de soledad. Se refleja muy bien en Bruno: ya es un personaje solitario de por sí, pero a lo largo de la novela se siente ese aire de época en el que todos estamos un poco solos, desconfiados, con dificultad para crear vínculos reales. ¿Por qué crees que está ocurriendo esto y cómo podemos combatirla?
Mira, lo dices bien: la OMS ha declarado la soledad no deseada como una amenaza global de salud pública. No es solo un problema emocional, sino físico, porque afecta al sistema cardiovascular, al sueño, al cerebro… a todo. Y creo que hay dos grandes causas, aunque no pretendo sentar cátedra.
¿Cuáles son estas causas?
Primero, somos una sociedad profundamente individualista, hija del capitalismo. Y segundo, la tecnología ha amplificado esa desconexión. Somos una sociedad hiperconectada tecnológicamente, pero muy desconectada emocionalmente. Antes salías al parque a jugar con tus amigos, o te reunías a echar unas partidas con la Spectrum. Ahora “te conectas” online. Sí, estás en contacto, pero es una conexión más fría, más individual, más asíncrona. Y eso se nota. La gente se siente más cómoda enviando audios, como si tuviera un walkie-talkie, que hablando en tiempo real. Es lo que digo siempre: nuestros hijos siempre van con el móvil en la mano, pero si les llamas no contestan. No es que no vean la llamada, es que les da pereza —o ansiedad— tener una conversación.
Nuestros hijos siempre van con el móvil en la mano, pero si les llamas no contestan. No es que no vean la llamada, es que les da pereza —o ansiedad— tener una conversación
Las generaciones más jóvenes lo tienen prácticamente como una norma: no se coge el teléfono.
Es solo un ejemplo, pero el problema es endémico. Afecta ya al 20% de la población española. Recuerdo un artículo de La Vanguardia que me marcó: los jóvenes son el grupo que se siente más solo. Un 49% ha pensado en el suicidio al menos una vez y un tercio consume psicofármacos. Las farmacéuticas han conseguido lo que nunca imaginaron: convertir a los jóvenes en su nuevo mercado estable.
Sí, lo veo también en mi entorno. Uno de cada dos o tres amigos está medicado o en terapia.
Y luego están los mayores: un 64% de nuestros ancianos sufre soledad crónica. Antes convivían más con la familia, había comidas los domingos, más tiempo compartido. Hoy no. Hoy vivimos en una sociedad donde todos —hasta el perro, si pudiera— tienen que trabajar para poder pagar el alquiler. Nuestros mayores se han convertido casi en un estorbo, y no porque los queramos menos, sino porque el ritmo de vida los deja fuera. Mi madre tiene 92 años y, muchas veces, cuando me llama, me pide perdón por molestarme. Y me da una vergüenza tremenda. Debería poder llamarme cuando quisiera. Pero ya van con pies de plomo, pensando que están robándote tiempo.
Si pudieras dejar un WhatsApp a una persona fallecida, ¿qué le dirías?
No te voy a dar una respuesta de escritor. Dependería mucho de la persona, pero, por ejemplo, el WhatsApp que más veces he querido mandar es a Silvia, la amiga a la que está dedicada la novela. Y sería tan simple como “te echo de menos”. Lo mismo que le diría a mi madre o a mi hermano si no estuvieran. Al final, eso es lo primero que sientes y lo último que se te va.