En un momento en el que la inteligencia artificial parece prometerlo —y amenazarlo— todo, la editorial Capitán Swing ha editado en España Sangre en las máquinas, libro del escritor y periodista tecnológico Brian Merchant, que lleva años advirtiéndonos sobre la deriva Silicon Valley que está tomando la democracia occidental en medios como Los Angeles Times, The New York Times, Wired, The Atlantic, Times o The Guardian.
En Sangre en las máquinas, Merchant aborda el siglo XXI desde el XIX, comparando la deriva actual de las grandes tecnológicas con la Revolución Industrial. En ambos casos, la tecnología se presenta como un progreso imparable, pero detrás de cada máquina, de cada algoritmo, hay una historia de explotación, desigualdad y resistencia.
El autor rescata así la verdadera historia de los luditas —tan caricaturizados como “enemigos del progreso”— para devolverles su sentido original: no eran campesinos que odiaban la tecnología, sino trabajadores que se rebelaban contra el uso injusto que los poderosos hacían de ella.
Su lucha, sostiene Merchant, fue la primera gran advertencia de que toda innovación sin justicia social acaba volviéndose contra quienes la hacen posible. Hablamos con él sobre luditas, IA y Frankenstein.
Brian Merchant, escritor de 'Sangre en las máquinas'.
¿Qué te lleva a mirar al siglo XIX para analizar el presente tecnológico?
Diría que fue una cuestión de suerte. Caí en la historia de los luditas casi por accidente. Estaba investigando, buscando temas, cuando me topé con un artículo sobre ellos. Y eso activó mi “sentido arácnido”, esa intuición que te dice que hay algo interesante ahí. En ese momento trabajaba para una compañía mediática en Estados Unidos y escribía sobre empresas como Uber y Amazon: compañías que supuestamente estaban haciendo cosas grandes, incluso buenas, pero que ya mostraban muchos problemas sobre cómo trataban a los trabajadores y cómo usaban la tecnología para exprimirlos más, haciéndoles trabajar más rápido y con menor salario.
¿Y el “click” fue instantáneo, no?
Claro. Cuando leí la historia real de los luditas, rápidamente me di cuenta de que todo lo que decían sobre ellos era falso. No eran “idiotas antitecnológicos”. Eran trabajadores cualificados, técnicos que conocían perfectamente las máquinas con las que trabajaban. Sabían cómo funcionaban, y precisamente por eso entendían también cómo podían ser utilizadas en su contra. Sentí que debía profundizar en su historia, porque podía enseñarme algo sobre cómo la tecnología ha sido utilizada históricamente contra los trabajadores y contra la clase obrera.
La de los luditas no es una historia del pasado: sigue resonando con fuerza en nuestro presente
¿Cuáles eran los métodos de los luditas para conseguir sus propósitos? ¿Son replicables hoy día?
Ellos se centraban en cómo se utilizaba la tecnología en manos de los jefes. No estaban en contra de la tecnología en sí, sino del uso que hacía de ella la clase dominante. Los patrones decían: “Ahora que tenemos estas máquinas, ya no necesitamos contratar artesanos cualificados. Podemos traer niños o trabajadores migrantes sin formación para manejarlas. No hace falta respetar los aprendizajes, ni preocuparnos por la calidad o las normas laborales”. Por ejemplo, antes un aprendiz debía formarse durante siete años antes de poder usar una máquina. Ese sistema garantizaba cierta estabilidad y conocimiento técnico. Pero con las nuevas fábricas textiles, los dueños decidieron que todo eso ya no era necesario. Lo único que importaba era abaratar costes.
Me suena de algo.
Obvio. Eso es exactamente lo mismo que vemos hoy en Silicon Valley. Uber, por ejemplo, decía: “No somos una empresa de taxis”, aunque claramente organizaban a los conductores, los gestionaban y se beneficiaban de su trabajo. Pero al definirse como “empresa tecnológica”, se eximían de cumplir las leyes laborales, fiscales o de seguridad social de cada ciudad. Esa es la verdadera trampa: utilizar la tecnología como excusa para romper el contrato social y debilitar los derechos laborales. Viendo lo que ocurre hoy con la inteligencia artificial, me parece evidente que la historia se repite. La de los luditas no es una historia del pasado: sigue resonando con fuerza en nuestro presente.
Sangre en las máquinas.
En el libro explicas que tenemos una visión muy alterada de su historia, como si fueran tontos que huían del progreso. Y eso es algo que se puede ver todos los días con la inteligencia artificial.
Es bastante evidente lo parecidos que son ambos momentos históricos. Cuando escribía el libro, observaba a los trabajadores que hoy están atrapados en empleos precarios, temporales o flexibles, y pensaba en los luditas. Pero la comparación con la inteligencia artificial es todavía más relevante, sobre todo por la magnitud del impacto que tiene y por cómo afecta al trabajo en todos los sectores. También por la manera en que los líderes de la industria responden a las críticas. Los ejecutivos de la inteligencia artificial —igual que los dueños de las fábricas en el siglo XIX— repiten el mismo discurso: “esto es inevitable”. Y ese “inevitable” sirve como excusa para seguir adelante sin rendir cuentas, sin regularse y sin considerar las consecuencias sociales.
Es como si no les quedara más remedio que avanzar sin medir su impacto, ¿no?
Claro, el mensaje que se repite constantemente es ese de “o te actualizas o te quedas atrás”. Las empresas están intentando vender soluciones de inteligencia artificial como si fueran imprescindibles. Te obligan a pagar suscripciones para acceder a herramientas que, en muchos casos, reemplazan trabajo humano. Y cuando alguien se atreve a protestar, a expresar dudas o pedir precaución, lo que hacen es reprimir o despedir. Esto nos lleva de vuelta al siglo XIX: los trabajadores son presentados otra vez como ignorantes, como gente cerrada al progreso.
Hay muchas personas que están siendo dañadas por la inteligencia artificial —freelancers, autónomos, creadores—, gente que trabaja desde casa, sin sindicatos ni redes de apoyo que puedan ejercer presión
¿Por ejemplo?
Mira, ahora mismo estoy trabajando en un proyecto que se llama La inteligencia artificial mató mi trabajo, en el que analizamos diferentes sectores e industrias. He hablado con cientos de trabajadores que han visto cómo sus empresas utilizan la IA para justificar despidos. Les dicen: “hemos prescindido de tu compañero, ahora seremos más productivos gracias a la inteligencia artificial”. O “ya no necesitamos ilustradores humanos, hay programas que generan imágenes automáticamente”. Y claro, esa gente pierde su empleo, sus ingresos, su seguridad.
Tienen motivos para estar enfadados...
Claro. Pero cuando expresan su malestar, se les tacha de “luditas”, como si fuera un insulto. Y ahí es donde veo el paralelismo más claro: hay muchas personas que están siendo dañadas por la inteligencia artificial —freelancers, autónomos, creadores—, gente que trabaja desde casa, sin sindicatos ni redes de apoyo que puedan ejercer presión. Son traductores, intérpretes, diseñadores o artistas que ven cómo sus clientes y empleadores se vuelcan con entusiasmo en las herramientas de IA, dándoles la espalda. Y, de pronto, pierden su sustento, sus encargos, sus ingresos.
Brian Merchant, escritor de 'Sangre en las máquinas'.
¿Crees que la sociedad que se está construyendo con la IA es inevitable o el futuro todavía puede reescribirse si nos unimos y ponemos límites?
Claro que podemos poner límites. De hecho, me parece interesante ver lo desesperados que están los ejecutivos de Silicon Valley por convencernos de que este es el futuro, el único posible. Llevo más de quince años cubriendo tecnología como periodista y nunca había visto algo tan agresivo, tan insistente. Hay una especie de ansiedad colectiva por imponer su visión, y creo que eso demuestra lo frágil que es.
¿Frágil?
La inteligencia artificial, en su estado actual, es muy cara. Cuesta muchísimo dinero entrenar los modelos, mantener las bases de datos, alimentar los servidores. Y aun así, estas empresas siguen lanzando productos que todavía no son rentables, esperando que algún día lo sean. Están perdiendo dinero constantemente. Por eso necesitan construir el mito: “la inteligencia artificial lo cambiará todo”, “viene el apocalipsis del trabajo”, “la automatización total es inevitable”. Tienen que vender esa narrativa porque su modelo económico todavía no se sostiene por sí solo.
¿Pero no es cuestión de tiempo?
No lo creo. La promesa de una “inteligencia artificial general” que sustituirá a los humanos es parte de esa estrategia: mantener el entusiasmo, atraer inversión, crear la sensación de estar ante algo imparable. Pero la realidad es que en algún momento tendrán que demostrar a sus inversores que pueden generar beneficios reales. Y ahí está el riesgo: muchos empiezan a preguntarse si no estamos viviendo una nueva burbuja tecnológica. Si tuvieran un producto que realmente funcionara y generara dinero, no necesitarían estar todo el tiempo con un megáfono diciéndonos que el futuro será maravilloso. Simplemente lo demostrarían. Pero todavía no han resuelto ese enigma.
¿Crees que este contexto podría dar surgir una especie de “Ned Ludd” contemporáneo, un nuevo movimiento capaz de hacer frente a las grandes tecnológicas y concienciar desde el discurso contrario?
Sí, absolutamente. Desde que se publicó el libro, he estado editando un boletín con el mismo nombre, donde seguimos tratando los mismos temas: Silicon Valley, los trabajadores de la IA, los conflictos laborales, la automatización. Y algo ha cambiado en los últimos meses. Cada vez más gente me escribe para contarme historias o mandarme noticias. Veo estudiantes que se están organizando, sobre todo en Nueva York, en protestas contra Silicon Valley. Hay clubes de lectura, colectivos de trabajadores, medios independientes en Londres que publican sobre esto... Se está generando un nuevo clima de resistencia.
El líder de los luditas en un grabado de 1813.
En Europa, sin embargo, se percibe algo distinto. Aquí, aunque a veces llegamos tarde, suele haber más impulso regulatorio. En el caso de la inteligencia artificial, las instituciones están intentando proteger a los usuarios. ¿Crees que Estados Unidos deberían asumir un papel más firme frente a las Big Tech para garantizar esa protección?
Sí, totalmente. Silicon Valley odia a Europa precisamente por eso, por las regulaciones. Les enfurece tener que acatar normas, seguir leyes o rendir cuentas. Pero no es que la Unión Europea esté loca, simplemente mantiene unas reglas básicas que las tecnológicas deben respetar, y eso les resulta intolerable. Lo vemos constantemente: cuando se les exige transparencia o se limitan sus prácticas, reaccionan con una mezcla de desprecio y rabia, como si cualquier intento de control fuese una ofensa personal.
Entiendo que no ayuda tener a Donald Trump al frente.
Durante la administración Trump vimos cómo varios de estos grandes nombres de Silicon Valley —Elon Musk, David Sacks, Peter Thiel— entraban en la Casa Blanca con cargos de influencia. Thiel, en particular, se convirtió en una figura muy influyente dentro del círculo de Trump, y eso tuvo consecuencias claras: a nivel federal, Estados Unidos adoptó una postura abiertamente hostil hacia cualquier intento de regulación tecnológica. De hecho, no solo se oponen a leyes nuevas, sino que incluso han promovido vetos para impedir que los estados puedan crear sus propias normativas. Es decir, buscan blindar su poder y operar sin restricciones, incluso por encima de las leyes locales.
Tiene que surgir un movimiento popular que actúe con más valentía
¿Y cuál es la solución?
Tiene que surgir un movimiento popular que actúe con más valentía. Es verdad que la tecnología es compleja y que los legisladores temen frenarla o parecer retrógrados, pero la tecnología también se ha convertido en una de las fuerzas más poderosas de nuestras vidas. Nos levantamos mirando una pantalla, trabajamos frente a una pantalla y nos dormimos frente a otra. Silicon Valley controla el software que estructura nuestra existencia. Si queremos ser realmente libres o demócratas, necesitamos poder decidir sobre estas empresas que tanto impacto tienen y tanto daño hacen.
¿Hasta qué punto crees que el temor a China —el otro gran actor en inteligencia artificial— ha contribuido a que todo esto se desboque y haya tan poco control?
Esa ha sido una de las líneas argumentales favoritas de Silicon Valley. Dicen: “no podemos tener regulaciones ni reglas porque, si las tenemos, China nos ganará en la carrera por la inteligencia artificial”. Pero, si lo piensas un momento, ni siquiera está claro qué significa eso. China tiene su propia industria de inteligencia artificial, y una bastante buena, pero esta idea de que “nos va a ganar” es, en realidad, una excusa barata.
Entonces, ¿no es una batalla real?
Si lo analizas en detalle, ¿qué significaría realmente que China tuviera “mejores” inteligencias artificiales que Occidente? ¿Qué pasaría? ¿De qué estamos hablando exactamente? Quizás tendrían una automatización un poco más eficiente, o un chatbot más convincente. Pero no una “superinteligencia china” que aparezca como un dios a destruir el mundo. Esa visión apocalíptica es un recurso retórico: una forma de mantenernos dentro del marco que Silicon Valley necesita para justificar su poder y su falta de límites.
En el libro cuentas con una metáfora muy directa, la de Frankenstein de Mary Shelley. ¿Qué nos enseña ese relato sobre el mundo de hoy?
Creo que Frankenstein es una de las huellas culturales más duraderas del periodo que vivieron los luditas. Es, de alguna manera, una extensión literaria de sus advertencias. La novela es una crítica a quienes tienen el poder de crear tecnología sin comprenderla del todo, sin asumir la responsabilidad de lo que desencadenan. Shelley nos muestra lo que ocurre cuando las personas poderosas ponen en marcha una tecnología sin pensar en sus consecuencias, sin establecer límites éticos, y permiten que esa creación termine aterrorizando o dañando a la gente común. Por eso Frankenstein sigue tan vigente dos siglos después. Es un mito que se renueva constantemente: de Terminator a Skynet, repetimos la misma historia, una y otra vez.
El día que dejemos de reeditar o citar Frankenstein será el día en que la tecnología se desarrolle con todos en mente, de manera democrática, equitativa y consciente
¿Y por qué es tan importante?
Frankenstein resuena tanto porque, durante doscientos años, la mayoría de la gente ha sido excluida de la conversación sobre cómo se desarrolla y se usa la tecnología. Solo reaccionamos ante ella; nunca participamos en su diseño. Y ese sentimiento de impotencia —de que algo puede escapar al control humano— es lo que mantiene vivo el mito. El día que dejemos de reeditar o citar Frankenstein será el día en que la tecnología se desarrolle con todos en mente, de manera democrática, equitativa y consciente. Ese día será, en cierto modo, el final del Silicon Valley tal como lo conocemos y del modelo de poder económico y social que representa.
Bueno, esto me da un poco de esperanza, porque últimamente el mito de Frankenstein está por todas partes. Ahora llega la versión de Guillermo del Toro, tuvimos Poor Things... e incluso el año próximo podremos ver The Bride!
Estoy encantado con esta nueva ola de adaptaciones. Especialmente con la versión de Frankenstein de Guillermo del Toro, porque es más fiel al espíritu original de Mary Shelley. En su versión, el monstruo vuelve a ser lo que Shelley quiso que fuera desde el principio: una criatura abandonada, maltratada y abusada por su creador. Un monstruo que sufre, que siente, que busca comprensión. Durante casi un siglo, Hollywood nos mostró a un Frankenstein torpe, grotesco, casi cómico: un ser que gruñe, tropieza y apenas articula palabras, como un zombi. Pero esa no era la idea original. Y creo que tu observación es muy acertada, porque hay un paralelismo con la forma en que también se ha degradado la imagen de los luditas.
Christian Bale es el nuevo Frankenstein en 'The Bride!', de Maggie Gyllenhaal
¿En qué sentido?
A ambos se les redujo a caricaturas de ignorancia: el monstruo estúpido y los obreros que odiaban el progreso. Pero, en realidad, tanto los luditas como el Frankenstein original son figuras profundamente humanas, articuladas, inteligentes y empáticas. Shelley lo escribió así: una criatura sensible que comprende su entorno y que sufre por la indiferencia de quienes la crearon. Si a los poderosos les importara realmente “arreglar al monstruo”, si asumieran responsabilidad por lo que crean, podrían encontrar soluciones juntos. Pero no lo hacen. Lo explotan, lo temen, lo destierran.
¿Hasta qué punto crees que la automatización del trabajo y nuestra dependencia tecnológica están relacionadas con esta soledad generalizada que vivimos a nivel global?
Muchísimo. Tienen una conexión directa, y además con muchas implicaciones distintas. Por un lado, las empresas de Silicon Valley buscan monopolizar nuestra atención. Diseñan productos pensados para mantenernos enganchados a las pantallas, y si pasamos todo el día frente a una pantalla, dejamos de hacer cualquier otra cosa. Pero, al mismo tiempo, estas mismas tecnologías están automatizando procesos y desmantelando comunidades enteras.
El auge del trabajo precario, temporal y flexible, junto con el uso de herramientas de IA que eliminan empleos estables, ha destruido el concepto tradicional de “lugar de trabajo”
Nos vemos, entonces, entre la espada y la pared.
El auge del trabajo precario, temporal y flexible, junto con el uso de herramientas de inteligencia artificial que eliminan empleos estables, ha destruido el concepto tradicional de “lugar de trabajo”. Ya no trabajamos para una comunidad, trabajamos para una aplicación. En lugar de pasar tiempo con compañeros, miramos pantallas. Un ejemplo claro fue Uber en sus primeros años. Al principio, la empresa instaló centros para conductores: espacios con baños, cocinas, lugares para descansar o socializar. Pensaban que sería algo positivo. Pero ¿qué pasó? Que los conductores comenzaron a hablar entre ellos. Se dieron cuenta de que sus condiciones eran pésimas, de que los estaban explotando, y empezaron a discutir cómo podían organizarse.
Además, el teletrabajo tampoco debe de haber ayudado mucho a esta situación, ¿no? Es cómodo, puedes trabajar desde casa, pero también perdemos ese espacio común que antes servía como una forma de unión y de contrapoder.
Sí, totalmente. Es interesante, porque muchos directivos quieren que la gente vuelva a la oficina para poder supervisarla, sentir que tienen un control más directo sobre los trabajadores. Pero, paradójicamente, esos espacios presenciales son también donde surgen las conversaciones, la solidaridad y la organización. Cuando estás en una oficina o en un entorno compartido, hablas con tus compañeros, conoces sus problemas, entiendes su realidad. Y de ahí nace el sentido de comunidad, de apoyo mutuo. En cambio, con el teletrabajo, cada uno está aislado en su casa, conectado solo a través de plataformas digitales que dificultan muchísimo esa organización colectiva.
Entiendo que eso no ayuda a una nueva revolución obrera.
Claro. Cada vez más empleos se externalizan, se precarizan o se gestionan a distancia. Eso genera aislamiento y debilita cualquier intento de movilización. En Estados Unidos, por ejemplo, la densidad sindical se ha desplomado en los últimos 30 o 40 años, y revertir esa tendencia es muy complicado. Aun así, hay señales de cambio: movimientos en empresas como Starbucks o Amazon muestran que, incluso en este contexto, la organización es posible. Pero cuesta mucho reconstruir ese sentido de colectividad después de tanto tiempo fomentando el individualismo y la separación.




