Resulta paradójico que, cuanto más avanzamos tecnológicamente, más nostalgia sentimos de un supuesto primitivismo feliz que, de hecho, nunca existió. La fantasía del “buen salvaje”, del ser humano que era bueno por naturaleza antes de que la sociedad lo corrompiese —como diría Rousseau—, es algo que lleva calando en nuestro imaginario desde que el cristianismo irrumpiera en occidente con su relato de la expulsión del paraíso.
Sin embargo, todo este sentimiento es producto de eso mismo, de una ficción, algo de lo que hace un siglo el filósofo anarcoindividualista Émile Armand se dio cuenta y se esforzó en criticar. Hijo de un activista de la Comuna de París e influido por pensadores como Max Stirner, Nietzsche o Thoreau, Armand publicó numerosos artículos críticos en la revista francesa L’EnDehors mientras la burguesía parisina se dedicaba a la bohemia de los felices años 20 y a su desencanto posterior.
Entendía que podría formar parte de un anarquismo individualista solo aquel que “no quiera ser dominado, gobernado o explotado por los demás”
La vida de Armand fue un sinfín de luchas contra los cánones establecidos: el matrimonio como condena, el capitalismo como sistema de explotación, el comunismo como estado de opresión más que de liberación; y toda subordinación, en general, del individuo al medio social.
Así, entendía que podría formar parte de un anarquismo individualista solo aquel que “no quiera ser dominado, gobernado o explotado por los demás ni tampoco dominar, gobernar o explotar a los demás; todo hombre o mujer que quiera basar sus relaciones únicamente en la reciprocidad con sus iguales”.
'La camaradería amorosa y otros textos', recopilación de escritos de Émile Armand en castellano por las editoriales La Rabia e Irreconciliables.
No es de extrañar, por tanto, que Armand, lejos de ver el progreso tecnológico como algo nocivo, lo apreciara como una oportunidad. A sus ojos, la tecnología tiene el potencial de ser una herramienta en manos de espíritus libres que quisieran emanciparse no solo de una sociedad opresora, sino de los límites biológicamente impuestos.
De este modo, en contra del naturismo ingenuo de su época, Armand escribiría: “Si examinamos fríamente las escenas de la naturaleza, se puede constatar que no hay nada de ‘moral’ en su belleza (…) El espectáculo de la naturaleza hace vibrar mis sentidos y me deleito con los aromas que desprende (pero) no encuentro en ella nada que me influencie moralmente. Me hace vivir de una forma más profunda, más sensual, pero eso es todo”.
Si examinamos fríamente las escenas de la naturaleza, se puede constatar que no hay nada de ‘moral’ en su belleza
Armand pone como ejemplo la voluptuosidad de la fauna y la flora ecuatoriales, cuya “poderosa belleza” se decide por “el resultado de una lucha ardua por la vida, donde el menos apto a resistir, el más débil, el menos astuto, es vencido”. Irónicamente, concluiría el escritor francés que, de limitarnos a vivir en un estado natural, mala suerte entonces para quien “sea incapaz de resistir a la intemperie, para el desafortunado que sea menos hábil que su enemigo en el manejo del mazo del arma arrojadiza”.
Según Armand, el hombre “civilizado, educado bajo el brazo de la cultura moderna”, se fascina de manera inocente y cree encontrar una revelación, su esencia, “en el recuerdo ancestral de las condiciones de vida primitivas”. Sin embargo, si realmente somos honestos con la realidad, nos encontraremos con que “ser natural significaba, en aquel contexto primitivo, vivir en un estado de terror continuo: con miedo a las fieras que deambulaban los alrededores del campamento, con miedo del ruido del viento, a las estrellas fugaces, a la noche, a las sombras, a los cadáveres, a lo inexplicable, a lo desconocido… un temor constante y sin fin”.
Entonces, aunque Armand entiende que esa idea del retorno a la naturaleza puede resultar atractiva para quien quiere reaccionar a los abusos de la sociedad industrializada, una revolución mecanoclasta no resulta deseable. “La aparición de lo artificial”, escribe Armand, “indica que el hombre ha salido del estado animal”; es decir, la técnica ha permitido al ser humano salir de una lógica que lo subyugaba a la ley natural de la lucha por la supervivencia.
“No hay nada más nauseabundo que las altas chimeneas de las fábricas inundando de humo los bellos paisajes”, reconoce el anarcoindividualista, al tiempo que reflexiona: “Sin embargo, ¿esto implica que tengamos que hacer caso omiso a los avances científicos, a los medios de fabricación mecánicos y a los medios de transporte para dar marcha atrás? ¿Quién lo pensaría? ¿Quién lo querría?”
Desde luego, según Armand, una persona que crea en maximizar su libertad no encontraría deseable esta situación y “preferirá lo rápido a lo laborioso, arar con tractor y no manualmente, la máquina de tejer más moderna al telar, etc.” ¿Por qué? Porque cuanto más automaticemos las actividades pesadas que reducen nuestro tiempo libre, precisamente por ello más libre seremos. Cuanto más tiempo tengamos para crecer intelectualmente, más intensa será nuestra vida. La tecnificación del trabajo nos permitirá negar la negación en el término negocio, para dejarlo simplemente en ocio.
No hay nada más nauseabundo que las altas chimeneas de las fábricas inundando de humo los bellos paisajes
El movimiento naturista de la época de Armand sostenía que las relaciones humanas madurarían inevitablemente en una “sociedad futura” en la que “no habrá nadie que quiera llevar a cabo determinados trabajos calificados como sucios, repugnantes o simplemente duros”. En cambio, nuestro filósofo alegará que dicha sociedad es hipotética y no podemos esperar a que llegue sin “aprovechar el progreso a día de hoy adquirido”. Para él, en lugar de hacer conjeturas, debemos preocuparnos por la ‘sociedad presente’, donde debemos “sacar el máximo rendimiento a los avances” para así “aumentar la fuerza y economizar el tiempo”.
De no hacerlo, el activista que realmente quiere vivir en un mundo mejor, más justo, se hallaría en desventaja. Y esto es algo que podemos aplicarnos hoy. Muchos creen que volviéndonos analógicos, cortando de raíz con la tecnología que nos ata, recuperaremos nuestra libertad. Sin embargo, de poco o nada sirve arrojarse en brazos de gurús que predican el tecno-ascetismo, unirse al movimiento digital detox o los discursos anti-IA de barra de bar. Son actos pueriles, casi banales.
En la época de Armand el problema no residía en las máquinas de la fábrica sino en el patrón que controlaba los medios de producción. Del mismo modo, nuestro hándicap no está en la tecnología que guardamos en el bolsillo ni en la inteligencia artificial que supuestamente va a quitarnos el trabajo, sino en los señores tecnofeudales a los que rendimos vasallaje.
Las trabas en las ruedas del progreso las pone, precisamente, quien pilota el carro. De acuerdo con Armand, la solución no radica entonces en bajarnos de él, porque estaríamos en desventaja a la hora de llegar a nuestro destino. Ni siquiera residiría en derrocar al conductor. Tal vez se trata, simplemente, de asociarnos y aprovechar que disponemos de las herramientas necesarias para construir —por fin— nuestro propio medio de transporte hacia el futuro.




