La lealtad perdida

Un año más, la fiesta de la Constitución ha sido escenario de fractura y desdén. Altos personajes de la política han vuelto a repartir credenciales de constitucionalidad y han expulsado de la magna ley a los adversarios. Otros, en cambio, se han excluido orgullosamente. El constitucionalismo inclusivo lleva años fallecido. Unos quieren instrumentalizar la Constitución con mayorías más que precarias y otros confían en ir remodelándola a su gusto por la vía judicial. Por razones varias, los jueces han asumido un rol que va mucho más allá de la tutela técnica. Se ha arruinado el equilibrio entre los poderes. Ni el ejecutivo, ni el Senado de mayoría absoluta popular, ni la mayoría cogida con pinzas del Congreso, ni los gobiernos autonómicos ni los jueces desperdician la oportunidad de imponer-se despóticamente aprovechando cualquier rendija favorable. Si un alto representante de alguno de los poderes tuviera la tentación de ser leal a la Constitución de una forma que pudiera poner en peligro los intereses de su grupo, provocaría risas despectivas. Tanto los partidos como las corrientes judiciales consideran perjudicial la lealtad al conjunto.

Celebración del Día de la Constitución en el Congreso de los Diputados en Madrid, este viernes.

  

Dani Duch

La vida política es una guerra abierta, sin tregua, que solo puede acabar de forma traumática, como ocurre en otros países occidentales. Se empieza a ver en Francia, donde los extremos, aprovechando la oxidación de la petulante orfebrería táctica del presidente Macron, fomentan sin reparos la tensión institucional para que resurja en Francia el tradicional terremoto revolucionario. No se sabe qué pasará con la segunda administración Trump en EE.UU., pero seguro que el órdago será de campeonato. La Gran Bretaña del Brexit y las tensiones territoriales en Escocia o Catalunya anticiparon lo que está llegando a todas partes. Las tensiones fratricidas progresan en Occidente. Se alimentan del malestar de las clases medias, del estancamiento del precio del trabajo, del conflicto intergeneracional, del encarecimiento imparable de la vivienda, de la guerra cultural sobre género, memoria histórica o tradiciones (la estrella de Navidad), de las visiones apocalípticas sobre el futuro y, sobre todo, de una creciente percepción: los espacios nacionales desaparecen en un mundo globalizado donde ya nadie se siente en casa, ni los autóctonos, ni los migrantes ni los turistas.

El contexto internacional exacerba el instinto trágico de la política española

En ese contexto occidental caracterizado por la inquietud identitaria, el miedo al futuro y las guerras culturales (y, encima, las guerras reales: Líbano, Gaza, Ucrania y, otra vez, Siria), en ese contexto alarmante que debería incentivar la unión para hacer frente a la adversidad, resulta que la apelación al consenso provoca risas. Se burlan de él los cínicos, los resentidos y los irritados, que son creciente mayoría. Ya prácticamente nadie cree en el pacto histórico que, por unos pocos años, facilitó nada más (pero tampoco menos) que el reconocimiento de la variedad de posiciones ideológicas y de emociones nacionales existentes en España. Durante los primeros quince años de democracia recuperada, hubo tensión política y controversias. Hubo incluso un vistoso intento de golpe de Estado militar. Pero la esencia del pacto constitucional se mantenía.

Era un pacto muy sencillo: ofrecía paz, democracia y respeto a cambio de reconocimiento mutuo. Puede parecer poco, pero era muchísimo, no solo en comparación con la etapa anterior (la larga, tediosa y violentísima dictadura de Franco), sino en comparación con lo que después nos ha tocado en suerte: ese creciente clima de crispación, primero, de conflictividad generacional y territorial después y, finalmente, ese simulacro constante de guerra civil que desde Madrid se irradia a toda España, y del que ya no parece posible salir sin la derrota total de uno de los bandos.

No se sabe adónde puede llegar el instinto trágico de la política española. Es una constante histórica ahora exacerbada por el contexto internacional. Sin embargo, la esperanza no debe perderse nunca. La esperanza transforma a los que la sienten, los hace resistentes a la desesperación. Mientras haya ciudadanos dispuestos a ponerse en medio de los que se pelean y dispuestos a jugarse la cara por la reconciliación, no se podrá descartar la hipótesis de un giro reconcil­iador y de un regreso a la lealtad perdida.

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