Si Elio Antonio de Nebrija, natural de un humilde pueblo de Sevilla y padre de la primera gramática castellana, dejó escrito –dicen que siguiendo a su maestro– que la lengua propia es la inevitable “compañera del imperio”, el anuncio del presidente de la Junta de Andalucía de imponer –por vía reglamentaria– el uso de las hablas andaluzas en las instituciones, los colegios, las universidades y los medios de comunicación, instancias todas ellas dependientes de los presupuestos autonómicos, merece entenderse, más que al modo de una ocurrencia pasajera, como la enunciación de una inquietante y asombrosa vibración de orden colonial, aunque de momento se limite a las fronteras (inexistentes) del Mediodía español.
¿Existe el idioma andaluz? Evidentemente, no. Así que el protocolo con el que Moreno Bonilla ha querido dar el protagonismo que nunca le concedieron las urnas, pero sí logró en los despachos gracias a otros partidos políticos ajenos, el histórico líder del andalucismo de segunda generación, Alejandro Rojas Marcos, que presume de haber conseguido “el milagro” de establecer un status institucional para un dialecto que sólo existe en la imaginación (sentimental) del nacionalismo meridional, es similar a contar el mismo cuento que pregonaban los personajes del retablo de las maravillas de Cervantes, capaces de negar la evidencia más simple si era obligado para demostrar la pureza (cristiana) de su sangre.
El anuncio de Moreno Bonilla de imponer el uso de las hablas andaluzas se entiende como la enunciación de una inquietante vibración de orden colonial
El PP andaluz se encuentra desde hace tiempo inmerso en una estrategia para fidelizar los votos ajenos allí donde estén. Y los andalucistas, sin ser excesivamente relevantes, andan huérfanos desde hace diez años, cuando el PA consumó su disolución. Su espacio político no ha sido ocupado por ninguna de las marcas alternativas nacidas de su amarga diáspora. Esto explica que Moreno haya decidido abrazar directamente en el terreno de lo real maravilloso.
Su anuncio se asemeja a esas fábulas que, sin dejar de ser ficciones, una minoría escasa, pero influyente, decide que deben ser ciertas. El Quirinale podía perfectamente nutrir con cariño o dinero a la fundación del exalcalde de Sevilla, de igual modo que desde hace seis años hace con la patronal, los sindicatos –entre ellos UGT, condenado por la justicia tras haber hecho un uso espurio de los fondos públicos otorgados como subvenciones–, entidades y asociaciones, las piadosas hermandades y las cofradías (que fueron subvencionadas por los socialistas y siguen recibiendo mercedes de la derecha sin concurso público) y hasta el gremio taurino.

La consejera de Cultura de la Junta, Patricia del Pozo, Moreno Bonilla y Rojas Marcos en San Telmo tras firmar el manifiesto sobre el andaluz
El cambio para Moreno Bonilla consiste en esto: extender a nuevos ámbitos sociales, con discreción y con sonrisas, el mismo manto del clientelismo que durante lustros sostuvo a los socialistas en el poder. Probablemente suceda porque, tras un lustro en el Palacio de San Telmo, todavía debe parecerle increíble el milagro, la carambola y la baraka que acompaña a su figura. Todo tiene, sin embargo, un límite. La idea de que el habla andaluza es “el reflejo del alma de los andaluces” es como decir que quien no pronuncie el español –que es lo que sin duda alguna se habla en la España meridional– de una determinada forma es un perfecto y absoluto desalmado. Alguien que no encaja con la identidad que ha decidido la Junta.
Sentir orgullo del lugar donde uno nace es tan absurdo como presumir de hablar una determinada lengua materna. Ninguna de estas dos decisiones, al menos en el momento de consumarse, derivan de una elección individual. Nos son ajenas. El arraigo a un idioma o a un sitio entra dentro de las convenciones culturales, que son parecidas en todos sitios, pero la institucionalización de este hecho privado no puede plantearse en una sociedad global.

'Andaluziae nova descript'. Grabado de Jodocus Hondius
Andalucía lo es, de forma que este nuevo manifiesto por el andaluz obedece a un interés político –patrimonializar el desprecio que en otras zonas de España a veces se muestra ante el español del Sur– más que a un convencimiento sincero. Al sacarse esta idea de la chistera, el Quirinale está inflando un perro, por decirlo (otra vez) a la manera cervantina.
Desde los tiempos de Manuel Alvar, padre del Atlas lingüístico y etnográfico de Andalucía, publicado por vez primera en Granada en 1961, existe un sólido consenso dentro de la comunidad académica en la idea de que no existe un rasgo común y diferencial que pueda identificar al andaluz como lengua, dada la diversidad e irregularidad de las variantes que existen en el español de Andalucía. Los detalles, además, matan al relato: el Altlas de Alvar sobre las hablas del Sur, que no cuestionan ni difieren de la norma lingüística del español, fue patrocinado por la Fundación March, entidad propiedad del célebre banquero mallorquín.

Cubierta de la edición facsímil del Altlas linguístico y etnográfico (1961) de Manuel Alvar
El discurso esencialista del presidente andaluz no parece pues estar lo suficientemente armado como para salvar esta contradicción (en términos identitarios) de que los primeros estudios sobre el Mediterráneo que descubrió el pasado 4 de Diciembre, día oficial de la bandera andaluza, fueran financiados por una entidad ajena a Andalucía, en lugar de por la Junta.
Los estudios más fiables sobre del español de Andalucía –al margen de las habituales investigaciones pensionadas, que haberlas, haylas– están hechos en las universidades y, sólo posteriormente, fueron asumidos y publicados por las instituciones autonómicas, necesitadas –con el PSOE y también con el PP– de argumentos miméticos a los que defienden los nacionalistas para justificar (merced a rasgos identitarios) lo que en Andalucía sólo fue una rebelión social contra la desgracia y un subdesarrollo histórico. Nada más. Nada menos.
Decir cosas como que “en Andalucía hasta los diminutivos son grandes”, además de una exageración, equivale a negar que en Catalunya, además del catalán, existe también una modalidad característica del español, equivalente al castellano que se habla en Andalucía, como es natural en el caso de un territorio que ha sido –y es– históricamente bilingüe.

Cartel del Congreso de las hablas andaluzas organizado por entidades andalucistas celebrado en Córdoba en 2015
La Junta parece despreciar el verdadero idioma de los andaluces al institucionalizar el español meridional, que fue el más influyente en América, mediante un código administrativo cerrado, de igual forma que los independentistas juzgan al español de Catalunya como si fuera una anomalía en lugar del cruce (fecundo) entre giros del catalán y hablas de raíz castellana.
En ambas actitudes palpita uns misma voluntad de establecer, en mayor y menor grado, una ortodoxia (política) frente a una heterodoxia (lingüística). De convertir en oficial lo que es natural y espontáneo. Se trata de una batalla innecesaria, además de perdida de antemano. La lengua precede a cualquier patria e imperio y pervive cuando ambas cosas desaparecen. Habrá muchos que se pregunten el porqué. Es sencillo: porque, como enseñaba el insigne Manuel Alvar, un idioma siempre es el territorio de la libertad personal. También en Andalucía.