De Mandela a Musk

Sudáfrica queda lejos de España, pero quien más quien menos admira aquí a Nelson Mandela, el hombre que conservó la entereza durante los 27 años que pasó en las cárceles del apartheid, supo luego librar al país africano de sus demonios, reconcilió una sociedad di­vidida y se convirtió en el primer sudafricano negro elegido presidente (1994-1999). Su tarea fue la de un titán, guiado por la convicción de que no hay salvación personal si no la hay colectiva. “Ser libre –decía Mandela– no es solo liberarse de las propias cadenas, sino vivir de una forma que respete y mejore la libertad de los demás”.

Mandela cambió la idea que el mundo tenía sobre Sudáfrica. De ser la cuna de un régimen basado en la discriminación racial, antítesis de la fraternidad, se transformó en prueba tangible de que la coyuntura política más siniestra puede ser remontada y ceder el paso a otra alentadora. Es cierto que Sudáfrica sigue padeciendo los efectos de la desigualdad, el racismo y la pobreza. Pero también lo es que con Mandela avanzó un buen trecho y fue sinónimo de esperanza global.

Una persona no refleja lo que es un país, pero puede querer marcar el paso de su tiempo y sus coetáneos

Hay que ver lo que puede conseguir un político con buen corazón, inteligencia y tenacidad. Y hay que ver lo que pueden conseguir otros con distintas cualificaciones y ambiciones. Como, por ejemplo, Elon Musk, el hombre más rico del mundo y hoy uno de los más influyentes, nacido como Mandela en Sudáfrica, donde residió hasta los 17 años, para después seguir estudios en Canadá y, más tarde, irse a EE.UU. Mandela fue el sudafricano con mayor proyección mundial en el último tramo del siglo XX, Musk lo es en el primero del XXI.

Aptitudes no le faltan a Musk, que a sus 53 años es el paradigma del emprendedor disruptivo, capaz de revolucionar la automoción (Tesla), la carrera espacial (Space X) o las comunicaciones (tras adquirir y manejar a su antojo la red social X), entre otros sectores. Ahora bien, su deriva como entusiasta cómplice digital de Trump nos revela otra faceta de Musk, no ya asociada al progreso técnico, sino socialmente reaccionaria, afín a la ultraderecha populista, y por tanto mucho menos edificante. Esa combinación revela a Musk como un cruce de visionario tecnológico y de villano de las pelis de James Bond, empeñado en dominar el mundo y, ya puestos, el espacio exterior. Cuidado con él.

FILE PHOTO: Former South African presidents Nelson Mandela waves to the crowds as he arrives to address the country's Parliament in Cape Town, May 10, 2004. REUTERS/Mike Hutchings/File Photo
Mike Hutchings / Reuters

Los sudafricanos que en su día se sintieron orgullosos de su origen, por el mero hecho de compartirlo con Mandela, quizás se sientan hoy menos satisfechos por proceder del mismo lugar que Musk. Es verdad que una persona no hace un país. Tampoco en Sudáfrica, entre cuyos 62 millones de habitantes hubo y hay de todo. Desde una actriz tan dotada y exitosa como Charlize Theron, hasta Charlene Wittstock (primera dama de Mónaco, nacida en Zimbabue, criada en Sudáfrica), que a menudo parece un alma en pena. Desde el arzobispo Desmond Tutu, Nobel de la Paz, hasta presidentes post-Mandela como Jacob Zuma o Cyril Ramaphosa, manchados por la corrupción. Por haber, incluso hay tipos como Oscar Pistorius, que funde en una sola persona al atleta admirable con el condenado por homicidio.

Una persona no refleja lo que es un país. Pero puede querer marcar el paso de su tiempo y de sus coetáneos. Ya sea guiándolos hacia horizontes de libertad o hacia otros de sumisión. Todo sucede rápido ahora: en pocos días, Hollywood, escenario del glamur, ha pasado a ser escenario del terror.

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También las vigencias sociales y políticas, a veces de signo opuesto, se suceden a alta velocidad. Han pasado once años desde la muerte de Mandela, pero su mensaje ya parece algo lejano, olvidado. Ya se impone sobre su voz la de Musk, que pone sus redes al servicio de la regresión encarnada en EE.UU. por Trump. Un Trump que no se conforma con ganar las elecciones: aspira­ a cambiar las reglas del juego, como ocurría en los años treinta, pero esta vez auxiliado por el dueño de X y su clien­tela adicta, sin necesidad de recurrir a arengas tronantes, uniformes pardos ni películas de Leni Riefenstahl... Qué deprisa hemos pasado de Mandela a Musk.

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