El acuerdo de Schengen, que regula la libre circulación entre la mayoría de los países del Viejo Continente, fue presentado al entrar en vigor hace treinta años como uno de los principales logros del proceso de integración europea. Sin duda, lo es. Pero no ha resuelto todos los problemas generados alrededor de las fronteras, en particular los debidos al fenómeno migratorio, y cada vez hay más países que restablecen los controles policiales en las fronteras interiores de la UE.
La presión migratoria se concentra en aquellos países y regiones con fronteras exteriores, pero el problema es global de la Unión Europea y debería abordarse colectivamente. En España tenemos el caso de Canarias, que en los últimos años se ha convertido en una de las entradas principales de inmigrantes irregulares africanos y asiáticos rumbo a Europa, sin que el archipiélago reciba el adecuado respaldo de la UE ni del resto de España. Lo mismo pasa en otras regiones europeas. En lugar de solidaridad, la respuesta es el endurecimiento de las fronteras.
Un ejemplo lo podemos encontrar en localidades fronterizas catalanas como Portbou. Las páginas de nuestra sección de Política incluyen hoy un reportaje en el que se narra el drama de los inmigrantes que tratan de cruzar de España a Francia y que, tras ser interceptados después de conseguirlo, a menudo
sufren devoluciones en caliente hechas por la policía francesa, que los retorna a nuestro país y los abandona en una gasolinera.
La presión de la ultraderecha favorece políticas migratorias de corto alcance
Las razones para ejercer un control sobre la inmigración irregular son diversas. La principal debería ser armonizar la intensidad del flujo migratorio con la oferta laboral y la capacidad de integración de los países de acogida. En muchos países africanos o asiáticos o latinoamericanos, un gran contingente de personas seguirá viajando hacia países más industrializados, pero ese flujo migratorio –que también puede beneficiar a los países de recepción– necesita ser regulado. Hay también razones de varia índole. Desde la amenaza terrorista, que en los últimos meses se ha materializado en distintos países europeos, hasta la inquietud social, que está detrás del auge de los partidos ultraderechistas y del acercamiento a sus postulados de los partidos conservadores –y no solo de ellos–, temerosos de perder parte de su bolsa de votantes, seducidos por el discurso excluyente de los extremistas. Las devoluciones en caliente de la policía francesa a las que aludíamos antes tienen que ver precisamente con eso. Es decir, con lo que sucede en el departamento de Pirineos Orientales, donde el partido de Marine Le Pen está fuertemente enraizado, y con el Gobierno francés, cuyo ministro del Interior, Bruno Retailleau, quiere exhibir firmeza policial para no perder pie frente a la ultraderecha.
Este último aspecto ilustra un grave problema de la UE: la insuficiente coordinación entre países, sin la cual se hace poco menos que imposible una correcta –o al menos mejor– gestión del fenómeno migratorio. En febrero del 2024, tras cuatro años de negociaciones, se firmó el Pacto de Migración y Asilo de la Unión Europea. Aunque dicho acuerdo se centraba en la inmigración irregular y sobre todo en la parte de esta que solicita asilo, alentó la esperanza de lograr una gestión europea de la inmigración más homogénea y, así, reducir la conflictividad al respecto entre los estados europeos.
Las devoluciones en caliente a España de la policía francesa no son la solución
Pero tampoco ha ocurrido tal cosa. Pasados diez años desde la decisión de la entonces canciller alemana Angela Merkel, que en el 2015, cuando arreciaba la crisis siria, propició la entrada en su país de un millón de inmigrantes, la tendencia es otra. Prevalece un modelo más restrictivo, más insolidario, que incluye el restablecimiento de facto de las fronteras y la construcción de campos de deportación fuera de la UE, que pone en entredicho el respeto a los derechos humanos que pregonan los principios fundacionales europeos.
Esto último supone una contradicción inquietante. Y no es menos inquietante la descoordinación que afecta a distintas instancias europeas. Al igual que la crisis canaria no es un problema exclusivo del archipiélago, tampoco las devoluciones en caliente en la frontera francoespañola son la solución. Es preciso que la UE se dote de protocolos acordados y de largo alcance. Una actuación más atenta a los intereses colectivos y a los derechos humanos, y menos complaciente con los cálculos de la ultraderecha, puede acercarnos a resultados mejores y más duraderos para algo tan relevante como es el fenómeno migratorio.