Universidad y libertad en Estados Unidos

La guerra de los aranceles declarada por Donald Trump al poco de asumir la presidencia de Estados Unidos en enero es la principal y más notoria expresión económica de sus políticas disruptivas en la escena global. Pero no es, ni mucho menos, la única. En la escena doméstica, y particularmente en la relacionada con la enseñanza y la investigación, las políticas de Trump son también agresivas, tienen un componente ideológico muy acusado y presentan un peligroso potencial.

Es propósito del actual inquilino de la Casa Blanca imponer criterios sesgados en algunas de las más prestigiosas instituciones universitarias de los Estados Unidos, por ejemplo en lo relativo al conflicto israelo-palestino, aun a sabiendas de que dichas medidas pueden vulnerar la libertad académica en el marco de la enseñanza superior e interferir innecesariamente en la de su alumnado.

La última manifestación de lo dicho afecta a Harvard, cuarta universidad en el ránking global, en cuyo claustro se han sentado un total de 161 premios Nobel. Trump ha comunicado a universidades como las de Columbia, Harvard, Pensilvania, Princeton, Brown, Cornell o Northwestern que si deseaban conservar la financiación federal hasta ahora vigente debían plegarse a sus exigencias de perseguir el supuesto antisemitismo entre sus estudiantes y a eliminar el ideario woke en sus campus. No es que dicho ideario woke nos parezca muy apreciable, pero sí nos los parece la defensa de la libertad de opinión.

Trump amenaza con recortes a los centros educativos que no se plieguen a sus políticas

Aunque la Universidad de Columbia, con sede en Nueva York, cedió días atrás a las exigencias trumpistas, con tal de no perder un paquete de 400 millones de dólares en ayudas, la de Harvard, en Massachusetts, ha decidido plantar cara a la Casa Blanca, levantando sin dudarlo la bandera de la autonomía intelectual.

Esta toma de posición quizás tenga consecuencias graves para dicho centro educativo, puesto que el Gobierno puede llegar a congelarle hasta 9.000 millones de dólares en ayudas federales, lo que obviamente repercutiría de modo negativo en el cumplimiento de su compromiso educativo. De hecho, al poco de conocerse la posición de Harvard en este asunto, le fueron ya congelados fondos por 2.200 millones de dólares. Trump pretende pues que la universidad sea una correa de transmisión de su ideología, pero Harvard no lo acepta.

La respuesta de dicha universidad ha sido tajante. “Ningún gobierno, independientemente del partido que esté en el poder, debe dictar lo que las universidades privadas pueden enseñar, a quién pueden admitir y contratar, y qué áreas de estudio e investigación pueden llevar a cabo”, ha manifestado Alan Garber, rector de Harvard. Es difícil no estar de acuerdo con esta declaración de principios. La libertad de cátedra, y por extensión la libertad universitaria, es una premisa imprescindible para el buen ejercicio de la docencia superior.

Harvard rechaza el dictado de la Casa Blanca y ve congeladas parte de las ayudas que recibía

Además de los componentes ideológicos que impulsan a Trump hay otros todavía más preocupantes, como son los que denotan cierta animadversión hacia la inteligencia cultivada en las universidades y, también, en los centros de investigación científica de primer orden. Los recortes trumpistas, ya sean con pretexto ideológico o de orden estrictamente monetario, afectan igualmente, pongamos por caso, a la investigación médica estadounidense. Miles de investigadores y trabajadores de la salud pública fueron despedidos a inicios de este mes de abril como consecuencia de los recortes gubernamentales aplicados a las tres principales organizaciones sanitarias públicas, que perdieron así, de un plumazo, 9.300 trabajadores cualificados.

Quizás esto fuera previsible en un país donde el principal responsable de la sanidad pública es Robert F. Kennedy Jr., autoproclamado activista antivacunas, y donde el presidente Donald Trump insiste en su conducta errática. Pero que fuera previsible no atenúa el potencial destructivo de estas medidas. Querer someter la universidad a controles ideológicos extremos o la ciencia y a la investigación a recortes que ponen en riesgo la salud colectiva a medio y largo plazo son iniciativas propias de políticas no especialmente inteligentes.

Ahí está, quizás, el quid de la cuestión: en una presidencia cuyo aprecio por la inteligencia no parece el requerido por la primera potencia mundial. Y que pretende embridar a universidades de enorme prestigio y, también, poner en jaque el liderazgo que se ha labrado la investigación científica estadounidense a lo largo de los siglos XX y XXI.

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